¿Quién estaba llorando por
la pequeña Inger? ¿Era que no tenía ella una madre en la tierra? Las lágrimas que una madre derrama por sus hijos siempre llegan a éstos, pero no siempre para aliviarlos en sus penurias, pues a veces son ardientes, queman, y empeoran cincuenta veces el tormento. Además, estaba aquella hambre, que no había medio de saciar por la imposibilidad de inclinarse hasta el pan que la niña tenía en los pies. Inger llegó a sentirse como quien se hubiera estado alimentando de su propia sustancia y acabado por quedar vacío, como una caña que conduce todos los sonidos. Percibía con toda claridad cuanto se decía en el mundo acerca de ella, y por cierto que cuantas palabras oía eran duras.
Su madre lloraba amargamente, presa de honda pena, pero al mismo tiempo decía:
-El orgullo fue tu desgracia, Inger; el orgullo que siempre precede a la caída. ¡Cuánto has apenado a tu madre!
Porque ella, como todos cuantos
conocían a la niña, sabía ya la historia de su pecado, por el relato de un vaquero que presenció desde una colina lo ocurrido y contó luego cómo Inger había pisoteado el pan y desaparecido bajo tierra.
-¡Cuánto has apenado a tu madre, Inger! -exclamó la pobre mujer-. Pero siempre dije yo que lo harías.
"¡Ojalá no hubiera nacido nunca! -pensó Inger-. Habría sido mucho mejor. De nada sirve ahora el llanto de mi madre".
Oyó también hablar de ella a sus patronos, aquellas excelentes personas que la habían tratado como a una hija.
-Era una ingrata -decían-. No apreciaba, sino que pisoteaba los dones de Dios. Le costará mucho hacer abrir la puerta de la misericordia.