-Esta chica resulta interesante -comentó-. Me gustaría llevármela como recuerdo de mi visita. Haría una estatua muy bonita a la entrada de la casa de mi bisnieto.
No le costó mucho llevarse a Inger como regalo. Y así fue cómo llegó la niña al País de los Duendes.
La gente no suele llegar allí por un camino tan directo; lo más común es que se llegue a ese país después de muchos vericuetos.
Ante la casa donde la llevaron
había un corredor muy largo, interminable. Tanto, que daba vértigo el mirar atrás o adelante. Apiñada ante ella se veía una ignominiosa muchedumbre que esperaba se abriese la puerta de la misericordia, pero debía aguardar mucho tiempo. Innumerables arañas se arrastraban alrededor de los pies de aquellas gentes tejiendo sus telas milenarias que retenían a los prisioneros como cadenas. Pero además de aquellos retenes pesaba en cada alma la inacabable inquietud del tormento. El avaro había olvidado la llave de su cofre, y sabía que la había dejado en la cerradura. Sería demasiado largo, de enumerar todas las variadas clases de torturas que pesaban sobre aquellos desdichados. A Inger le correspondió la de permanecer inmóvil como una estatua con aquella hogaza de pan adherida a sus pies.
"Eso es lo que le ocurre a una por querer tener limpios los pies -se dijo-. ¡Vaya cómo me miran!"
Y en verdad la miraban. Aquella muchedumbre traslucía en sus ojos toda clase de malas pasiones; no necesitaban hablar para expresar sus pensamientos.
"Debe de ser muy agradable el verme -pensó Inger- pues tengo linda cara y un vestido muy elegante".