Llegó la Navidad. Los paisanos clavaron un poste en tierra y ataron al extremo superior un haz de avena para que los pajaritos tuvieran también una buena comida en aquel día feliz.
Al salir el sol, luciente y esplendoroso,
un enjambre de avecillas se arremolinó gorjeante alrededor del poste.
Entonces, desde la grieta de la pared llegó el tímido piar de otro
pájaro. Su piar era un himno de alabanza, pues acababa de despertarse en
él la idea de una buena acción.
El pájaro voló de su refugio en el muro. En el Reino de los Cielos lo conocían ya bien.
El invierno fue duro aquel año; la
superficie del agua tenía una gruesa capa de hielo en todas partes, y a
las aves y animales silvestres les costaba grandes esfuerzos hallar alimento. El
pájaro voló a lo largo de los caminos, tratando de encontrar
aquí y allá, en las huellas de los trineos, un grano de trigo, o
en otras partes algún mendrugo de pan puesto como cebo. Pero sólo
comía unas pocas migas, y dejaba lo demás para los otros gorriones
desfallecientes. Voló también a la ciudad y observó los
alrededores; allí donde alguna mano amorosa había esparcido
algunos trozos de pan para las aves, el pájaro consumía
sólo uno de ellos y daba el resto.
En todo el curso del invierno había recogido y dado a sus congéneres tantos trozos de pan que igualaban en peso a la hogaza sobre la cual había pasado la pequeña Inger para no ensuciarse los zapatos. Cuando hubo repartido las últimas cortezas, sus alas grises se volvieron blancas y extendieron sobre el mar, hacia la esplendorosa luz del sol.