Cuando hubo transcurrido un año, sus patrones le dijeron:
-Pequeña Inger, deberías ahora ir a tu casa, a hacer una visita a tus padres.
Y la niña se fue, pero con la intención de exhibirse, de mostrar lo grande que estaba.
Al llegar a las puertas de la ciudad vio
un grupo de jóvenes y muchachas charlando alrededor de la fuente, y a su madre sentada entre ellos con un haz de leña recogida en el bosque. Inger dio vuelta la espalda y se marchó por donde había venido, avergonzada de que una niña tan fina y elegante como ella tuviera por madre a semejante vieja desarrapada que recogía leña. Y el volverse no le dio pena en lo más mínimo, sino sólo fastidio.
Pasó otro año más.
-Pequeña Inger -dijo otra vez su ama-, será conveniente que vayas a ver a tus padres. Aquí tienes una hogaza grande, de pan de trigo que puedes llevarles. Se alegrarán de verte.
Inger se puso su mejor vestido y sus
elegantes zapatos nuevos. Se recogió las faldas y caminó con todo
cuidado para no ensuciarse los zapatos. Nadie podría haberle reprochado un cuidado así. Pero cuando la niña llegó al sendero que cruzaba el pantano, se encontró con que estaba en gran parte húmedo y fangoso; entonces arrojó el pan al suelo con intención de servirse de él como de una piedra para pasar por sobre el barro sin tocarlo con el calzado. Y al hacerlo así, mientras estaba con un pie sobre el pan y levantaba el otro para dar el próximo paso, el pan se hundió en tierra más y más arrastrando consigo a la niña, hasta que ésta desapareció por completo y sólo quedó en la superficie un charco burbujeante y negro.