¡Cómo hubiera deseado el
viejo farol tener en su interior una vela de cera encendida! Porque entonces la anciana hubiera podido ver los detalles más mínimos con tanta claridad como él. Vio los enormes árboles, de ramas estrechamente entrelazadas, los negros desnudos a caballo, y rebaños enteros de elefantes derribando macizos de bambú bajo sus anchas y pesadas patas.
"¿De que sirven todas mis facultades -suspiró el farol viejo- si no puedo tener velas de cera? Los viejos sólo tienen aceite y sebo, y con eso no bastará".
Cierto día fue a dar al
sótano de los viejos un montón de cabos de vela. Los trozos más grandes se utilizaron para encenderlos, y los más pequeños los guardó la anciana para encerar el hilo de la costura. Ya había velas suficientes, pero a nadie se le ocurrió colocar un pedazo en el farol.
"Aquí estoy yo con mis extrañas facultades -pensaba el viejo farol-, con los dones extraordinarios que se me han dado, y sin poder compartirlos con nadie. No saben que yo podría recubrir esas paredes con hermosos tapices, o trocarlas en imponentes selvas, o todo aquello en verdad que se me antojara".
Con todo, el farol estaba limpio y reluciente, en un rincón, donde atraía todas las miradas. Si entraba algún extraño lo consideraba como un desecho, pero a los viejos no les importaban esas opiniones, pues ellos querían al farol.
Cierto día -el cumpleaños del sereno- la anciana se acercó al farol, sonriendo, y dijo:
-Hoy tendremos iluminación en honor del viejo.