-Eso es si no me envían a la
fundición -insistió el farol-. Porque en ese caso, ¿retendría también mi memoria?
-Sé razonable, viejo -comentó el viento, con un suspiro.
En ese instante apareció la luna por entre las nubes.
-¿Qué le regalarás al viejo farol? -preguntó el viento.
-Yo no puedo regalarle nada
-respondió la luna-. Estoy en menguante; además, ningún farol me ha dado jamás luz a mí, aunque yo sí les he dado a ellos muchas veces.
Y con esas palabras la luna se ocultó detrás de las nubes, para eludir nuevas preguntas.
Sobre el viejo farol cayó entonces una gota de agua procedente del techo de una casa. Dijo que era un don de las nubes grises, y quizá el mejor de todos los dones.
-Penetraré en ti tan profundamente -explicó- que tendrás el poder de oxidarte, y si quieres también el de deshacerte en polvo en una sola noche.
Pero aquello pareció al farol un regalo muy miserable, y el viento era de la misma opinión.
-¿No hay quién ofrezca algo
más? ¿No hay quién ofrezca algo más? -gritó el viento con todas sus fuerzas. Entonces una estrella fugaz, muy brillante, cayó del cielo dejando a su paso una ancha y luminosa estela.