Los viejos se sentaron a cenar, dirigiendo
amistosas miradas a su amigo, a quien de buena gana hubieran hecho un lugar en
la mesa. Cierto era que vivían en un sótano dos metros bajo tierra, y que tenían que atravesar un pasillo de tierra para llegar hasta su habitación, pero el interior de ésta era cálido y confortable, la cama y el ventanuco tenían cortinas, y todo parecía limpio y pulcro. Sobre el antepecho de la ventana se veían dos curiosos tiestos para plantas traídos de las Indias -orientales u occidentales- por un marinero llamado Cristián. Eran de arcilla, en forma de elefantes, con el lomo abierto. Estaban llenos de tierra, y por la abertura superior aparecían las plantas. Uno de ellos contenía puerros o cebollinos: era el huerto; en el otro elefante crecía un hermoso geranio, y este elefante era el jardín. De la pared pendía una amplia lámina en colores que representaba a todos los reyes y emperadores reunidos en el Congreso de Viena. También había en la pared un reloj de grandes pesas que hacía tictac con bastante regularidad, pero adelantaba un poco, lo cual, decían los viejos, era siempre mejor que si atrasara.
Mientras los dos ancianos cenaban, al
viejo farol le estaba pareciendo como si todo el mundo se hubiera dado vuelta del revés. Pero un rato después el sereno miró al farol y empezó a hablar de cuánto habían vivido juntos, bajo la lluvia y en la niebla, de las breves y claras noches de verano; las otras, interminables, de invierno; las tormentas de nieve, cuando tanto deseaba llegar a su casa, a su sótano. Y el farol volvió a sentirse bien otra vez. Veía todo lo pasado con absoluta claridad, como si estuviera ocurriendo en su presencia. No cabía duda de que el viento le había hecho un regalo excelente. Los viejos eran muy activos e industriosos; no dedicaban a la holganza ni una sola hora. Los domingos por la tarde solían sacar a luz algunos libros, por lo común un libro de viajes que les gustaba mucho. El viejo leía en voz alta descripciones de Africa con sus grandes selvas y sus elefantes salvajes, mientras su esposa lo escuchaba atenta, dirigiendo de vez en cuando una mirada a los elefantes de barro que servían de macetas.
-Es casi como si lo estuviera viendo -decía ella.