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Pero -y es la afirmación más importante a la que debe dar lugar
este estudio de la moral profesional- hay toda una categoría de funciones que en
modo alguno satisfacen esta condición: son las funciones económicas, tanto las
de la industria como las del comercio. Sin duda los individuos que tienen un
mismo oficio están, por el hecho mismo de sus ocupaciones similares, en relación
los unos con los otros. Incluso la competencia los pone en contacto. Pero estos
contactos no tienen nada de regulares: dependen del azar de los encuentros y son
estrictamente individuales. Tal industrial está en contacto con otro; no el
cuerpo de industriales de una misma industria que se reúnen en épocas fijas. Con
tanto más motivo porque no hay por encima de todos los miembros de la profesión
un cuerpo que mantenga la unidad y que sea el depositario de las tradiciones, de
las prácticas comunes y que las hagan observar si es necesario. No hay órgano de
este tipo, porque no podría ser más que la expresión de la vida común al grupo,
y el grupo no tiene vida común, por lo menos, de manera continua. Es sólo
excepcionalmente que vemos todo un grupo de trabajadores de este tipo reunirse
en un congreso para tratar algunas cuestiones de interés general. Estos
congresos sólo duran algún tiempo, no sobreviven a las circunstancias
particulares que los han suscitado y, en consecuencia, la vida colectiva de la
que han sido ocasión se apaga con ellos.
Ahora bien: de la inorganización de las profesiones económicas
surge una consecuencia de la más elevada importancia: en toda esa región de la
vida social no existe moral profesional. O, al menos, lo que existe es tan
rudimentario que solo podemos ver en ello un estilo y una promesa para el
porvenir. Como por la fuerza de las cosas hay contactos entre los individuos, se
desprenden de ahí algunas ideas comunes y, luego, ciertos preceptos de conducta,
pero muy vagos y de poca autoridad. Si intentáramos fijar en un lenguaje más
definido las ideas en curso sobre lo que deben ser los contactos entre el
empleado y el patrón, entre el obrero con el jefe de empresa, entre los
industriales de la competencia entre sí y con el público, ¡cuántas fórmulas
indecisas e indeterminadas se obtendrían! Algunas generalidades apenas
aceptables sobre la fidelidad y la devoción que el empleado y el obrero deben
tener hacia sus empleadores, sobre la moderación con la que el empleador debe
usar de su preponderancia económica, cierta reprobación contra toda competencia
abiertamente desleal, es casi todo lo que contiene la conciencia moral de las
diferentes profesiones. Prescripciones tan vagas, tan alejadas de los hechos, no
pueden ejercer una acción muy grande sobre la conducta. En primer lugar, no
existe ningún órgano encargado de hacerlas respetar. No hay contra ellas más
sanciones que las que dispone la opinión difusa y, corno esta opinión no está
mantenida por contactos frecuentes entre los individuos, por el mismo motivo, no
está en estado de ejercer un control suficiente sobre las acciones individuales,
carece de consistencia y de autoridad. De ahí que la moral profesional en este
caso pese con un peso muy leve sobre las conciencias: se reduce a tan poca cosa
que es como si no existiera. Así, existe hoy en día toda una esfera de la
actividad colectiva que está fuera de la moral, que casi por entero está
sustraída a la acción moderadora del deber.
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