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Pero, entre estos dos puntos extremos se intercalan deberes de otra naturaleza. Tienen que ver no con nuestra cualidad general de hombres sino con cualidades particulares que no todos los hombres presentan. Ya Aristóteles había hecho notar que en cierta medida la moral varía con los agentes que la practican. La moral del hombre, decía, no es la de la mujer; la moral del adulto no es la del niño; la del esclavo no es la del amo, etc. La observación es justa, y hoy en día de una generalidad mucho mayor que la que podía suponer Aristóteles. En verdad la mayoría de nuestros deberes tienen ese carácter. Ya era éste el caso de los que tuvimos ocasión de estudiar el año pasado, es decir, aquellos que en conjunto constituyen el derecho y la moral doméstica. Allí, en efecto, encontramos la diferencia de sexos, la de las edades, la que proviene del grado más o menos próximo de parentesco y todas las diferencias que afectan a las relaciones morales. Lo mismo ocurre con los deberes que próximamente tendremos ocasión de estudiar, es decir, los deberes cívicos o deberes del hombre hacia el Estado. Porque todos los hombres no dependen del mismo Estado y, por este hecho, tienen deberes diferentes y a veces contrarios. Sin hablar de los antagonismos que así se producen, las obligaciones cívicas varían según los Estados, y todos los Estados no son de la misma naturaleza. Los deberes del ciudadano no son los mismos en una aristocracia o en una democracia, en una democracia o en una monarquía. Sin embargo, los deberes domésticos y los deberes cívicos presentan todavía un alto grado de generalidad. Todo el mundo en principio pertenece a una familia y funda otra. Todo el mundo es padre, madre, tío, etc.

 
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