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¿Es normal este estado de cosas? Grandes doctrinas lo han
sostenido. En primer lugar el economismo, según el cual el juego de los
entendimientos económicos se regiría por sí mismo y alcanzaría automáticamente
el equilibrio sin que sea necesario, ni siquiera posible, someterlo a ningún
poder moderador. Es también, en un sentido, lo que está en el fondo de la
mayoría de las doctrinas socialistas. El socialismo, en efecto, admite como el
economismo que la vida económica es apta para organizarse por sí misma y
funcionar regular y armónicamente sin que le impongan ninguna autoridad moral; a
condición, de todos modos, que se transforme el derecho de propiedad, que las
cosas cesan de estar monopolizadas por los individuos y las familias para ser
entregadas en manos de la sociedad. Hecho esto el Estado sólo tendría que llevar
una estadística exacta de las riquezas periódicamente producidas y repartirlas
entre los asociados según una fórmula dada. Pero, una y otra teoría, no hacen
más que erigir en estado de derecho un estado de hecho que es morboso. Es verdad
que en la actualidad la vida económica tiene este carácter; pero es imposible
que lo conserve, incluso a costa de una transformación profunda de la
organización de la propiedad. No es posible que una función social exista sin
disciplina moral. De otro modo, estaríamos ante apetitos individuales, que son
naturalmente infinitos, insaciables y que si nada los rige, son incapaces de
regirse por sí mismos. De allí precisamente proviene la crisis que sufren las
sociedades europeas. La vida económica ha adquirido, desde hace dos siglos, un
desarrollo que nunca había tenido; de función secundaria que era, despreciada,
abandonada a las clases inferiores, ha pasado a primera fila. Ante ella vemos
más y más retroceder las funciones militares, administrativas, religiosas. Sólo
las funciones científicas están en situación de disputarle el cetro; más aún: la
ciencia no tiene prestigio a los ojos de las sociedades actuales más que en la
medida en que puede servir a la práctica, es decir, en gran parte a las
profesiones económicas. Se ha podido hablar, no sin alguna razón, de sociedades
que serían esencialmente industriales. Una forma de actividad que tienda a tomar
tal lugar en el conjunto de la sociedad no puede estar liberada de toda
reglamentación moral especial sin que resulte una verdadera anarquía. Las
fuerzas que así se han desprendido ya no saben cuál es su desarrollo normal,
porque ya nada les indica dónde deben detenerse. Chocan pues con movimientos
discordantes, que buscan pasar los unos sobre los otros, reducirse, rechazarse
mutuamente. Sin duda los más fuertes logran aplastar a los más débiles o, cuanto
menos, ponerlos en estado de subordinación. Pero como esta subordinación es un
estado de hecho que no consagra ninguna moral, sólo es aceptada a la fuerza,
hasta que llegue el día de una revancha siempre esperada. Los tratados de paz
que así se afirman son siempre provisorios: son treguas que no pacifican los
espíritus. De ahí provienen esos conflictos sin cesar renovados entre los
diferentes factores de la organización económica. Proponer esta competencia
anárquica como un ideal que debemos mantener, y que incluso conviene realizar
más completamente de lo que se realiza hoy en día, es confundir la enfermedad
con la salud. Por otra parte, para salir de esto, no basta con modificar una vez
por todas el asiento de la vida económica: porque, sea cual sea la manera en que
la arreglemos, por nuevos agentes que se introduzcan, no dejará por ello de ser
lo que es, no cambiará de naturaleza. Y por naturaleza no puede bastarse. El
orden, la paz entre los hombres no puede resultar automáticamente de causas
materiales, de un mecanismo ciego por sabio que sea. Es una obra moral.
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