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IV

Fuertemente preocupaba a todas estas gentes correctas, en la ya próxima boda, la mujer aquella que había surgido por un melodramático azar inverosímil. Inverosímil, inaceptable, con su precisión de casualidad estupenda, para Felisa cuando menos, y para la madre de Felisa -puesto que demás Arsenio deploraba su insigne tontería de haber mezclado en la intimidad de sus secretos, y a modo de salvador, al imbécil de Gerardo con su idiota Josefina. Debió prever que la intervención de ésta sería inevitable y que daría tal resultado.

Aquí tomaban el té las tres damas y él -en el bello saloncito del palacio que pronto iría a ser suyo. La condesa había puesto a su cargo, ante los santos escrúpulos de las dos buenas amigas, el arreglo de la semicatástrofe que ella misma suscitó con ligereza inconsciente. En verdad que le asombraba un poco a Arsenio la recta conciencia de las tres. Pero lo que no lograba discernir, era si estas «exageraciones delicadas», en su novia y en la madre de su novia, tenían por fundamento el respeto a Josefina, como «enterada del disgusto» y como miembro de la piadosa Asociación, o al revés, en Josefina la veneración que ambas le infundiesen y el pesar de haber sido la hipócrita culpable. Fuera como fuera, estaba lo importante en que, tras los días de gran zozobra, y por consejos de ella, habían escrito a Mavi y se la esperaba aquí..., esta noche: la recibirían doña Florencia y la condesa..., y la hablarían, y tratarían de persuadirla y reducirla a que se fuese de la corte, tiempo otras vidas despreciables..., no querría ofender al caballero!... Yo, ¿quién soy?... Ni tengo corazón, ni tengo a nadie en la tierra más que a... las buenas almas: a ti, que me amparaste generoso al morir mi padre, que me arrojaste a la indecencia con tus promesas de honor...; a ese amigo que me trajiste para venderme noblemente, por no dejarme abandonada, y a esas damas de hoy, en fin, que tú mismo quizá me has enviado para que me ofrezcan piadosas un asilo de honradez... por si yo lo prefería. ¡Gracias, queridos protectores!

La serie de latigazos había quebrantado un poco el aplomo adoptado por Arsenio en calidad de hombre que tiene que afrontar lo inevitable. No pudiendo directamente defenderse, refugió su hipocresía en los celos de Gerardo, que eran al fin «lo conveniente».

-Mavi, si el amigo a quien yo traje junto a ti como leal..., por culpas tuyas o por culpas propias no lo ha sido...

-¡Ese... -cortó Mavi- no es tan... reptil como tú! ¡Ten al menos el valor de no insultarle en su ausencia!

-¿Le defiendes?... ¡Es extraño!

-Te la guardó él de otro modo, y en bien otra ocasión... ¡como tú no merecías!

-¡Ah, sí, bravo!... ¡Defiéndele si le injurio! -repuso Arsenio con la compleja emoción de alegrías y de rencores que, a un tiempo, le daba el verla interesada por Gerardo, y justificándole a él, con «los celos», el desvío-. ¡Enhorabuena, mujer! ¡Ya él también acababa de decirme que... le interesas, que iba empezando a apasionarse de no sé qué de tu boca... de tus ojos... traidores, por lealtad sin duda... aun en la entrega que yo brindaba!

-¡Mientes! -¡No ha podido hablar así..., por más que así habrías querido oírle... para que quedase en calma tu conciencia! Porque tú tienes conciencia, y tan admirablemente penetrada del alcance del perdón, que te permite hasta este crimen monstruoso de que no son capaces ni las fieras con sus hijos... -Y una fiereza de fiera habíala tal vez alzado de la silla, y una santa mansedumbre la venció en la invocación; se acercó, y dijo llorando y casi postrada: -¡Por ellos, Arsenio, por los nuestros; aunque te aborrezca ya como mujer..., te hablo y te suplico... y lloro todavía como una madre!

-Sí, es indispensable -insistía en su noble iniciativa y con su cristiano acento la condesa: -esa mujer, esos niños, deben haber salido de Madrid antes de la boda.

-Sí, por mil razones -apoyaba beatíficamente Felisa, dulce y recogida, por no afrentar demás al novio, ya bien castigado con reproches, y que aguantaba éstos en silencio. -Hasta por mi dignidad también... por mi conciencia... Yo no podría tolerar sin un gran remordimiento, luego de enteradas las gentes, sobre todo, el cruzarme por las calles con el impudor de una... cortesana y dos chiquillos... que al fin serían los hijos de... mi marido, los hermanos de... ¡Oh, no, qué horror! Tú, Arsenio, no puedes consentirle esa vida a esa mujer... cuando menos en Madrid. ¡Debiste ofrecerla más dinero!

Alzó el aludido los ojos, y disculpó con suavidad:

-Inútil, Felisa. Además, no has querido tú que vuelva a verla. Pero inútil, digo, de cualquier modo. Abriga la esperanza, tal vez, de que tú desistas, y nada aceptaría mientras no sepa lo contrario. Entre una suma, sea cualquiera, y yo, le «convengo más», esto es indudable. Cree que ustedes ignoran que ha tenido... dos muchachos; o piensa si no que, por ellos, ustedes al fin se apiadarán... Desengáñenla, y su actitud variará completamente.

-Sí, sí -opinaba con igual monotonía de obsesión doña Florencia-, lleva razón Arsenio. Si esa mujer se figura que nosotras ignoramos..., que nosotras vacilamos..., sobrará con dejarla convencida de que a pesar de todo te casas. Entonces, yo seré quien pueda con éxito ofrecerla una más grande cantidad. Arsenio, no debe. ¿Cuánto le brindaste por último?

-Ocho o diez mil pesetas.

-¡Oh, ya es dinero!... Sin embargo, por los hijos, al fin..., es un deber, no una limosna. Y por vuestra tranquilidad, por todo. Para instalarse en un pueblo y educar a esas criaturas, necesita más... cinco mil pesetas más, y aunque fuese el doble, siempre que la perdamos de vista: habría de salirte más caro, hija mía, tenerlos cerca... socorriéndolos... o soportando que acaso a tus espaldas... ¡Oh, los hijos, hija! ¡tú verás de que los tengas!

La invocación tendió por entre las sedas claras de la sala y de los trajes, y en torno a la negra y severísima levita de Arsenio, un silencio de orden y ternuras.

Fue cortado por la ruidosa llegada de otro grave personaje, don Adolfo, que traía en la mano un Liberal:

-¡Buf! ¡Por Dios, señores, señoras. Florencia..., lo insufrible, el notición! ¿Dónde está Gerardo?... ¡Oigan... Y a ver si esto puede tolerarse! -y buscando en el periódico, leyó: «EL HIJO DE LA EUGENIA- El ilustre abogado defensor que ha librado de la muerte a la infeliz Eugenia, D. Gerardo San Román, con quien hemos tenido el gusto de hablar esta tarde, nos ha confirmado su propósito de recoger al hijo de su defendida y adoptarlo...» ¡Oh, bah! ¡buf!... ¡Insoportable! ¡Se empeñó! -interrumpióse don Adolfo estrujando El Liberal-; ¡y habremos de convenir en que es un genio este Gerardo!... ¡No hay quien le convenza! ¡No, pues yo no le tengo en mi casa, ni al hijo de la defendida, ni a mi hijo el defensor, si se obstina!... ¿Dónde está?

 
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