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V

-¡Adelante! - oyó Mavi que la invitaban cuando la emoción la detuvo tras los rasos de la puerta.

Abrió la colgadura, dio un paso y volvió aquedar inmóvil, con una sonrisa de dolor y de saludo.

El momento era solemne. La llamaban, con breves frases de esperanza, y aquí iba a resolverse su destino. El desagrado que le causó reconocer a Josefina, borrábaselo el aspecto amable y bondadoso de Florencia, gruesa dama de roja y ancha cara de paz y con el pelo casi blanco.

-¡Pase! ¡Siéntese usted!

Avanzó, contemplada por la un poco impertinente curiosidad de las señoras, y se sentó, sin procurarse hipócritas aspectos.

Este mismo contraste, esta misma dignidad de su desdicha, ante el que le pareció silencio de compasiva atención de la generosa mujer que la llamaba, hizo subir desde su corazón hasta sus ojos un callado llanto de infinita gratitud...; y alzó las manos, las finas manos nobles que lucían brillantes, y lo ocultó con el pañuelo.

-¿Por qué llora usted? -oyó que la animaba al fin la dueña de la casa.

Serenóse ella; agotó por un esfuerzo de voluntad las lágrimas y dijo:

-Perdón, señora: es mi suerte desde hace algunos años. ¡Lo quiere Dios, sin duda!

Doña Florencia creyó del caso fijar desde luego la situación delante de esta mujer que así, con sentimentalismos, parecía querer tratarla de igual a igual, engañada acaso por las equívocas vaguedades de una carta, y no vaciló en puntualizar, glacialmente evangélica:

-Dios es justo, joven. Sólo una senda de lágrimas, en esta vida, podrá conducirle a su clemencia.

Tocó, en verdad, la frase fría, en el corazón de Mavi. La extrañeza hízola mirar con ansia escrutadora, por un segundo, a la que ya sólo miraba al suelo como desde una torre de desdén; y luego, con enemigo asombro y con un lento girar de la cabeza, en que ondularon las negras plumas del sombrero, a los ámbitos del saloncito fastuoso que, al entrar, habíala impresionado como un templo de bondad y de justicia.

-Me ha llamado usted... -inició.

-Sí, para que hablemos -aprestóse a abreviar doña Florencia-. A ciertos ofrecimientos de... determinada persona que usted conoce, usted no ha querido contestar.

-Ciertamente -repuso Mavi, otra vez indecisa por la enigmática cortesía de aquel acento- de... determinada persona. Ofertas de dinero. Algunos hombres..., los hombres, no suelen dar valor... a, nuestras delicadezas. Por eso me he alegrado, señora, de que quiera hablarme usted..., ustedes, que podrán entenderme, porque son mujeres como yo.

-¡Oh, como usted!...

-¡Como usted! -rechazó también irónicamente la condesa.

Mavi se tragó el insulto.

-Quería decir, tan sólo -concedió-, que hay entre nosotras mayor facilidad de comprensión..., más identidad de sentimiento... ¡Por lo demás, harto veo la inmensa diferencia que separa sus respetabilidades... de mi humildad, de mi deshonra!

Pareció esto quebrantar las severidades de Florencia.

-Bien, tiene usted razón; entre nosotras será más fácil entendernos. Por eso, yo, que también lo sospeché, me he permitido llamarla. Y puesto que nuestras intenciones, puesto que nuestros deseos coinciden, casi sería más breve y mejor que concretara los suyos con franqueza. ¿Quiere decirlos?

-Mis deseos..., los deseos de toda mujer deshonrada, señora, no pueden ser otros que...

-¡Qué...! acabe... -animó indulgente la madre de Felisa.

-... ¡No pueden ser otros que... buscar su honra!

-¡Su honra! -admiró con bien leve sorpresa la «que ya esperaba esto como previa argucia de más contantes y sonantes intenciones»; pero aun así, la sublevaba el «manso cinismo de la joven», y rechazó desde la cima de su orgullo-: ¿Y viene a buscarla aquí?... ¡Eso..., donde la perdiese!

Hubo un brevísimo silencio, que vibraba de ariscas rebeldías.

-¡Señorita -intervino galante siempre y decisiva la condesa-, la hija de esta señora, DE TODOS MODOS se casará con don Arsenio! ¡No lo dude!

Despreció Mavi la advertencia, de puro brutal, aunque le bastase para dar por muerta su esperanza y por concluida esta visita, y quiso, al menos, responder al golpe de la otra con bien distintos orgullos de su alma.

- Ni yo creí, señora -dijo- que se me llamase aquí para insultarme..., ni yo perdí mi honra. ¡Se me arrancó, por un atracador de honras, con engaños!

-¡Bah! -limitóse a desdeñar doña Florencia.

-¡Y con «palabra de honor»!..., porque decíase aquel atracador un caballero.

-¡Palabras!

-¡Y con juramentos!..., porque, además, el caballero decíase cristiano.

-Psé..., también.

-¡Fue solemne! ¡El mismo que oirá su hija de usted, señora!

-¡¡Pero ante un cura y un altar!! -atajó por fin doña Florencia, hosca, poniéndose de pie.

-¡¡Oh!! -dijo Mavi con sarcasmo, levantándose-. Yo tuve más fe. ¡Delante de DIOS... tan sólo! Por mi mal, comprendo tarde que él no la merecía. ¡Ustedes lo han comprendido... antes! ¡Han tenido esa fortuna!

-No; hemos tenido... ese decoro; ¡no es igual! Mi hija no ha necesitado palabras de honor en prenda.

-Eso es verdad. Ni tendrá que darlas él: querrá el cura, lo primero, en este contrato de boda, porque...

-¡¡Basta!! -ordenó autoritariamente la dueña de la casa.

Pero Mavi, crecida de indignación, y tan enérgica, que dominó a Florencia en un sobresalto temeroso e hizo levantarse a Josefina, acabó con rabia:

-..., porque la hija de usted es... rica!

Habíase cambiado la situación, en un momento. Mavi, alta la frente, y como alzada también en desafío la arrogancia toda de su cuerpo, habría necesitado apenas un gesto más de amenaza para ser la que ahuyentase de su propia sala a estas señoras. Y Josefina, doña Florencia, como Arsenio que no te la preparo bien... ¡a día por lío y por disgusto! ¡Debe odiarme! -Fue en su impaciencia feliz a soltar el sombrero y el bastón, y volvió a acercarse, exclamando-: ¿Conque... ella? ¿Lo ha roto Mavi? ¡Cuenta! ¡Cuenta!

-Sí... lo ha roto... ¡ella!... ¡Mi hermana! -notició Gerardo, en tanto Arsenio se sentaba abriendo cuidadosamente su levita por detrás.

¿Eh? -clamó el barón interrumpiendo sus elegantes pulcritudes de hombre que mira por la ropa-. ¿Tu hermana?... ¿Se lo has llevado?... ¡Vaya, déjate de bromas! Sabes que no me gusta que se la nombre aquí.

-No, si es que... ella, Felisa... ha estado aquí.

-¿Gerardo? -le reprochó el barón con su plena dignidad de futuro marido de Felisa.

-¡Hombre, no seas estúpido!... ¡Ha estado! ¡Con Josefina!

-¿Y... a qué?

-Eso es lo que ignoro. De Josefina, bien; se debía aguardar cualquier burrada desde aquella noche. Felisa... ¡no sé! ¡Acompañándola!

 
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