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-¡Tomen las cartas! -completó Mavi su intención arrojándoselas a ambos.

Y las cartas dispersáronse, luego que chocaron con los rostros, con los hombros unidos de los dos. Y por el gabinete, momentos después, comparecía ante la ya muda escena inmóvil don Adolfo. Y por el pasillo, Andrés y dos ó tres criadas..., todos alarmados, todos azogados, todos atraídos por la angustia de los gritos que llenaron el palacio.

-¿Qué pasa? ¿Qué ha sido? ¿Qué hay?

-¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

-Qué...

Correspondían a las preguntas, breves y ansiosas, respuestas breves, aun cortadas por el susto, y unidas por una misma cobardía de las miradas hacia la indefensa mujer que desde en medio del salón empezaba a mirar también a todos con miedo y extrañeza.

-¡Nada!

¡Nada, esa mujer!...

-¡Esa mujer... que me insultaba... que nos... estaba insultando!...

-¿Por qué? -lanzó terrible el hercúleo don Adolfo, llegando a ella-. ¿Quién es esta mujer? ¿A qué ha venido? ¿Por qué está aquí?... -y buscaba en torno la explicación que no le daba nadie, y vio las cartas en el suelo-. Y estas cartas... ¿qué son?

Doblóse, cogió una y reconoció inmediatamente la letra y el heráldico blasón del barón de Casa-Pola.

-¡Oh! -no pudo menos de exclamar también, presintiendo en Mavi una Eugenia más lujosa.

Y en seguida:

-¡Oh! -exclamó asimismo Arsenio arrebatándole la carta. Y dudó un segundo, pero logró improvisar su salvación delante de la gente, delante de los criados, y acertó a dar hacia Mavi un paso, inculpándola: ¡Mi letra! ¡Lo comprendo! -Volviéndose aun a don Adolfo, terminó-: Son calumnias... mentiras... ¡Son falsas!... ¡No contaba esta mujer con verme aquí!

-¡Oh! -rugió Mavi todavía.

Pero la estremeció y la aterró don Adolfo, cogiéndola por la muñeca.

-Pedía dinero... - confirmó Felisa.

-¡A la calle! -resolvió doña Florencia. -¡A la calle!

-No -se opuso don Adolfo-. Sujétala, Andrés. ¡Un policía!... ¡A la cárcel!

Andrés, el mayordomo, llegó y le sujetó por detrás a Mavi ambos brazos...; bien pronto tuvo que sujetarla también por el cuerpo, porque Mavi, blanca como un papel, desfallecía...

Y viose entonces, tras el grupo lamentable, a otro hombre que habíase aparecido investigador y silencioso en una puerta, y que avanzaba ahora torvamente. Era Gerardo.

Su padre le divisó el primero.

-¡Otra cliente, si gustas! -le dijo, con la rabia aún de la inútil discusión que sostuvo en su despacho-. ¡Va a la cárcel!

-¡A la cárcel!

-Sí. ¡Por falsificadora! ¡Por estafadora! ¡Para variar tus causas, hijo mío!:

Gerardo, que todo lo ignoraba de la visita de Mavi, vió, a modo de completa explicación, la prisa con que Arsenio recogía papeles de sus pies.

-¡Tus cartas! -le dijo, después de haberle hecho levantarse con una mirada tal que le abrumó-. ¿Ha falsificado tus cartas!... ¡Pero, hombre, déjaselas... para que pueda un juez confirmarlo!

-¡Gerardo!

-¡Cobarde!

-¡Por Dios, Gerardo!... -se interpuso Josefina.

El cínico, con un tranquilo ademán, sin hacer caso tampoco de Arsenio, a quien Felisa y su padre contuvieron en un impulso de lanzársele, volvióse a uno y otro lado para expresar lentamente y con el agrado maligno de confundir en su frase de cortés fiereza a los sirvientes:

-Señoras..., señores..., querida hermana..., este futuro marido tuyo... es un granuja.

-¿Qué ha dicho?

-¿Qué ha dicho?

Bramaron al mismo tiempo el barón y don Adolfo, sujetos ahora por Felisa.

-GRANUJA -repitió él con una horrible calma que se impuso a todos.

Y en la estupefacción, en el pasmo de trágico silencio, acercóse a Mavi, que le miraba agradecida, y se la quitó de entre los brazos, más útiles para sostenerla aún que para apresarla, a Andrés. Este se quedó a dos pasos, atónito. Ella le echó al amparador heroico un brazo por el cuello, susurrando en gratitudes inefables:

-¡Gerardo!

-¡Echadlos! ¡A los dos! -pudo al fin reventar en rabia don Adolfo, a quien ya le impedían hacerlo por sí propio su mujer y la condesa.

Mas apenas quiso el mayordomo iniciar un movimiento, Gerardo le paralizó de una mirada:

-Al que toque a esta mujer... ¡lo mato... sea quien sea!

Nadie se movió. Hubo otro silencio de sepulcro. Gerardo debía tener en la mano derecha algún revólver; pero no tenía ningún revólver...

-¡Fuera de ahí! -rugió de nuevo el padre, arrojándose hacia él.

Y nuevamente lo impidieron las señoras, y Arsenio también, que se resignó a comentar:

-¡Está loco!

-¡Fuera de ahí! ¡Deja esa mujer! -arreciaba don Adolfo entre el lamentarse agudo de las damas-. ¡Fuera, fuera de mi casa, indecente!

Gerardo recibió sin inmutarse la palabra, y acogió la orden con su impávido cinismo:

-Sí, me voy... ¡estad tranquilos! Pero yo, el que recoge los hijos de las pobres presidiarias, me llevo también conmigo y para siempre a esta mujer y a sus hijos... Y trataré de devolverles como pueda la honra y el dinero que entre todos le quitáis! ¡Sabedlo: me la llevo, y... la honraré!

-¿Con qué honra? -burlóse sarcástico el padre, ya que no le dejaban romperle la cabeza.

-¡Con la de tu alcurnia, papá..., con la de tu nombre... que no me podréis borrar, ni aun echándome de aquí..., y que yo juntaré estrechamente a su ignominia, si Mavi quiere, y en forma tal que no se sepa qué honra o qué deshonra a qué, si la ignominia al nombre ó el nombre a la ignominia!

Tiraba de ella, que le seguía enlazada con gloriosa gratitud, y entonces fue cuando la reacción de iras a tanto insulto invadió por fin feroz a la madre y a la hermana y a la propia condesa en derrota:

-¡Qué indecencia! ¡Se la lleva!

-¡Se la lleva ante nosotros!

-¡De querida!

-¡Y con qué cinismo!

Llegaban a la puerta; Gerardo se volvió:

-¡No! Con cinismo, condesa, tomé a mis queridas aquí, de entre vosotras... A esta la tomaré con bendiciones, si le placen, por... querida esposa de mi alma! ¡Lo prometo por mi honor, ante Dios y ante vosotros!... ¡Y da gracias, hermana, porque Mavi se opondrá, a que no nos tengas cuando tú en la misma iglesia!

Salieron... Y el nuevo pasmo de asombros, hacia el cínico de cinismos inauditos que así quería su honor para arrastrarlo por el fango, rompióse últimamente en un hostil murmullo de múltiples protestas, de desesperaciones, de conmiseraciones...

La madre lloraba, la hija también... Y sufrió un ataque; y fueron Arsenio y don Adolfo quienes dignamente repartían consuelos resignados, y Josefina la que tuvo que reclamar de las sirvientes las sales inglesas en los pomos verdes de oro y de cristal...

 
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