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III

Se había quedado yerta, de pie, en una petrificada actitud como para ir también a escapar, y contemplando alrededor suyo este gabinete de frívola elegancia.

Gerardo, sin haberse movido de su sitio, dejó que ella libremente recogiese la íntegra impresión de su abandono, en los espejos, en las flores, en las luces de insolente claridad..., en la rufianesca burla que eran asimismo, de frac y corbata blanca, junto a la indefensa contra quien todo concitábase a la trampa y al escarnio, él y el camarero. Mas sí, sí... «¡esto la vida!»; y él lo aceptó; y él invitó... luego de calculado el tiempo arteramente:

-Siéntese, Mavi.

La vio pasar desde la rígida quietud a una nerviosa indecisión de confusiones.

-¡Ah!... Es... que...

-¡Sirve! -le indicó Gerardo al otro diplomático de bandeja y de patillas, que aguardaba imperturbable.

Fue servido un plato, luego otro.

-¿Quiere más la señora?

Mavi le miró como estúpida, sin contestar.

Entonces, Gerardo, medio levantándose, la obligó con una bien dolida cortesía:

-Si usted no sigue... no seguiré.

-¡Oh... no...! -reaccionó inmediatamente Mavi acercándose a la mesa-. Es... que... -Mas notó que el camarero trasponía la puerta, cerrándola tras sí; y cual si este menudo hecho fuese anormal e imprevisto, gimió en un colmo de protesta involuntaria: -¡Dónde va?

-¿Le causo miedo, señora?

-¡Ah, miedo! -volvió a recibir en su pobre voluntad de dominio la inmensa desolada-. No... ¿por qué?... Pero es... ¡Qué ocurrencia!... ¡Ha podido llevarme!... ¡Si tarda!

-Tengo abajo mi coche.

Ella, que acababa de sentarse, le fijó los ojos con recelo y se calmó ante su calma cortesísima.

La situación envolvía a Gerardo. No se trataba, por lo pronto, de aquella fácil aventura que él, para su tedio, imaginó nimiamente bestial y levemente divertida. Con su delicadeza, esta mujer aparecíasele bien distinta de la vendedora de deleite a quien da lo mismo, salvo un poco de chafada vanidad, uno u otro comprador. Dispuesto pues, a indagar... a descubrirla, en el cuerpo de belleza codiciable, el alma, si es que la tenía, se refugió en un propósito de sutilísimas audacias sí, pero también de sutilísimas cautelas.

-Decía -empezó a arriesgar- que sin esas prisas, Arsenio hubiera podido utilizar mi coche para ir más pronto... o para llevarla a usted... puesto que tal terror le da quedarse.

- ¿Terror?... No... Extrañeza...

Hubo un silencio. Mavi, sonriente, porque parecíase ya ridícula a sí propia, empezó a comer.

Gerardo llenó de vino las copas.

-En Suecia, en Noruega -volvió él a deslizar- son más animosas las mujeres. ¡Verdad es que las respetan los hombres! Una joven va al teatro a media noche sola con su novio, a través de los montes y la nieve, en un trineo.

-He oído hablar de Noruega..., de Irlanda...

-Pero en Irlanda, en Noruega, en todos esos países del Norte, en la misma América sajona..., ¡ay del hombre que deshonra a una mujer!... Tiene que huir de la comarca, lo mismo que un bandido. En Nueva York me lo advirtieron; conócese una multa original, llamada de los españoles: una libra por cualquier molestia, por cualquier piropo a una mujer en la calle. Todos la pagan, nuestros compatriotas. Es lo primero al llegar.

-Así debiera ser en todas partes.

-Allí silbarían el Tenorio... por salvaje. O quizás mejor a doña Inés... por mentecata... Allí no tiene nunca una mujer que vengar su honor a tiros. Lo cual no significa, en el fondo, más honestidad y que las gentes sean ángeles..., sino más urbanidad..., más mutua libertad, más dignidad, para la mujer, reconocida...; menos, en fin, de este pavor inesesco, de gacela cazada, casi invitador al abuso..., que ahora, por ejemplo, la hace a usted estar temblando toda... ¿Por qué, Mavi? Yo soy... un amigo!

Y la noble tranquilidad, me dio falsa y medio cierta de la última palabra, acalló la alarma iniciada en Mavi, que tuvo que conceder:

¡Oh, sí!

Un amigo de Arsenio.

Desde luego -reafirmó ella, aun más entregada a la generosa invocación.

Pero lento (rápido, no obstante, en su intención osada, y sin dejar de calcular el difícil equilibrio), añadió Gerardo:

-No está usted aquí cenando en un reservado de restorán con un amigo de su esposo, en trance de traiciones. ¡Beba vino, por Dios! Me da fatiga. ¡Apenas come!... Yo acostumbro a beber mucho.

Volviendo a llenarle la copa, se la ofreció por su mano. Ella la tomó y bebió ligeramente.

-Gracias.

Coma, Mavi... ¡Ah, su nombre! ¿Es inglés? Es la contracción de Maravillas.

¡La bella abreviación de un bello nombre!... Pues bien, Mavi, coma usted con calma... mientras esperamos. Tal vez Arsenio va a tardar,

-¿Por qué?

-¡Oh, un embajador! ¡Un ministro! Para descifrar un telegrama, pueden emplear mucho tiempo..., toda la noche. Sí, lo apostaría; ¡esta soledad de usted conmigo, durará toda la noche!

La frase tuvo la virtud de impacientarla. Mavi había pasado repentina a la sorpresa y a la prevención vigilante. Y protestó:

-¡No! ¡Vendrá pronto!

Era su afán, que lo quería. Era su vuelta a los recelos, que la había causado tan enormes esta conducta de Arsenio, presentándola por vez única a un amigo, para dejarla con él.

-¡Bah, y aunque no viniera, Mavi!... Suponga que... no puede: hay deberes muy altos...

-Pero... ¿es que sabe usted... que no vendrá?

-¡Cómo, señora! Preveo, únicamente... ¡Conozco la diplomacia!

Mavi quedó recta en un silencio esquivo, hostil.

Gerardo continuó:

-Algo anómala, sí (dado que no estamos en América), nuestra situación, lo convengo. Aquí solos, aguardando; teniendo usted, al fin, que aceptar mi coche a estas horas... Sin embargo, una lady tal vez se alegraría... son... contingencias intranscendentes, para una mujer casada, sea cualquiera el desenlace... ¡Piense -trató en vano de terminar conjurando la fulguración de la faz de ella-, que es de su marido la culpa! ¡Él lo ha querido!

-¡Bah! -clamó enérgica ella, arrojando a su lado el tenedor-. ¿Qué quiere decirme con eso?

Y ahora sí, fingió Gerardo sorprenderse:

-¡Por Dios, Mavi! ¿Qué le pasa? ¡Oh, perdóneme! ¡Este hábito maldito de pensar alto!... Cálmese, le ruego. Sólo ideas que sugeríame el incidente. No debí expresarlas, sin duda; la alarmo. Aquí, en España, hay un convencionalismo insoportable acerca de muchas cosas..., una verdadera esclavitud del pensamiento, ridícula, hipócrita...; porque, ya ve usted, ¡tengo la evidencia de que ambos pensábamos lo mismo!

 
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