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VI

Los dos quedaron mirándose, de lejos.

-Mavi..., buenas tardes -inició él, volviendo a sentarse en el sofá-. ¿Qué tienes?

¿Me lo preguntas? -dijo aterrada ella, sin moverse.

-Carezco del don de adivinar.

-¡Te casas!... ¡Pretendías casarte!

El amante vaciló y respondió por fin, acatando lo innegable:

-¿Piensas impedirlo?

Cerró Mavi brusca los ojos, en una convulsión, ante el acento de frialdad y de desafío.

-¿Piensas matarme, como a Carlos esa Eugenia? -insistió él con ironía-. Ya, ya sé que vas por las tardes al proceso... a oír a Gerardo, nuestro amigo.

La cruel brutalidad hirió a Mavi hasta hacerla caer llorando, junto a la puerta, en la silla que recogía la colgadura. Era ese llanto íntimo y silencioso del gran dolor que se sabe sin consuelo.

La contempló el amante y se encogió de hombros. Evidentemente, sus preocupaciones no se referían a esta situación ni a esta mujer, que ya tenía bien descontadas, más que por la extraña e inexplicable visita de Felisa. Se levantó y llegó hasta ella.

-A qué han venido aquí hoy... ciertas señoras?... ¿Por qué han venido?... ¿Qué te han dicho?

Mavi alzó apenas la cabeza y la volvió a abatir sobre el pañuelo- para llorar con mayor desolación. Él se alejó, y quedó sentado más cerca; sacó un habano y lo encendió. Luego apoyó la frente en la mano y el codo en el respaldo de la silla, añadiendo:

-No te apures, mujer... Es cierto que me caso...; pero ya verás qué poco tardas en hallar... alivio... ¡tú! Eres guapa..., y joven..., y las penas pasan...; y cuando se es además lista..., un poco previsora..., se sabe ir poniéndose a la vista un... abogado defensor... como el que viene aquí todos las días.

-¡¡Ah!! -levantóse estremecida Mavi-. ¿Qué dices? ¿A qué viene, y por qué?

Había dado un paso hacia el amante, y le detuvo su gesto.

-Tú lo sabrás, mujer. A lo que tú vas a la Audiencia.

La indignación torcía a Mavi.

-¡Oh, Arsenio!... Tú me llevaste a él hasta contra mi voluntad y de manera bien extraña... Después... ¡tú también le has traído!

-Sí, para mis negocios...; lo cual no quita...

-¡Eso es una impostura!... ¡Eso es... -fue a decir, crecida en arrebato, pero lo refrenó en severa acusación-: Tú lo sabes; me he opuesto con toda mi energía a que te buscase aquí... ¿Por qué tuviste este empeño?... ¡Oh, Arsenio, la inexplicable visita de tu... novia, me está explicando a mí muchas cosas... muchas cosas, que no hubiese dudado más desde aquella noche si hubiese podido creerte... como eres!

-No. Pues nada hay que explicar... en lo referente a que yo invitase aquí a Gerardo. Tuve ese empeño..., porque en alguna parte había de buscarme..., porque yo me pasaba aquí la vida... Aquí dormía, aquí comía y trabajaba...; tengo aquí casi todos mis papeles de ese asunto y de otros... Además, creyendo él que eras mi mujer, no iba a enviarle a mi casa.

-¡Él, no lo cree! -opuso rotunda Mavi.

-Bien; ahora por...

-Ni ha podido creerlo... ni tú has podido creer que lo creyese de su futuro cuñado... ¡Oh, Arsenio! ¡Qué infamia!... ¡Por muy malo que te haya llegado a sospechar, nunca creí que fueses... tan rastrero, tan cobarde!

El insulto puso de pie al barón.

-¡Mavi! -dijo, ásperamente.

Y miró a la puerta, como en busca de la criada idiota o del Gerardo imbécil, a quienes él debiese ahogar por haberla informado tan bien del parentesco.

-¿Se ofende tu dignidad? -repuso Mavi, destrozada en ironía-. ¡Oh, perdón! ¡Una pobre mujer sin vergüenza., una carne viva sin entrañas más que para dar placer y engendrar al mismo en noche memorable, viéronse asaltadas por el súbito recelo de ver surgir en la burlada una criminal como la Eugenia... ¡como la Eugenia Aragón!

Y prosiguió Mavi, sin moverse:

-Pero pobre y mísera y traicionada y deshonrada yo, guardo un corazón de mujer que no han podido arrancarme; y en él, el cariño...

¿De él? -se atrevió Florencia a dudar.

-... ¡de sus hijos y mis hijos!... ¡A él... le escupiría! ¡Querría no verle jamás!

-Pues, entonces, ¿a qué aspira? ¿Qué pretende?

-Casarme.

-¿Con... don Arsenio?

-¡Con el padre de mis hijos! ¡Con el único que puede y debe darles su nombre!

Eran ya suaves otra vez las respuestas de ella, atenazadas en dolor, y doña Florencia se atrevió a sentarse, inversamente recobrada a su dominio y deplorando:

-¿Y me lo pide a mí?... ¡Qué manía! Siéntese, joven.

-Usted -repuso Mavi obedeciéndola, a la vez que las imitaba la condesa- no lo podrá conceder; pero puede, siendo madre, y teniendo entrañas de madre, no quitárselo a mis hijos.

-¿Yo?

-Con sólo impedir que alguien de esta casa lo estorbe para siempre. Digo la verdad, además, si digo que para esto creí haber sido llamada por usted... para evitar infamia semejante... después de oírme y de haberse persuadido de mis sacratísimos derechos... Conmigo traigo antiguas cartas de... ese hombre, de cuando era mi novio, mi novio nada más, tan honradamente como ahora pueda serlo de su hija, señora, y que si entonces fueron el engaño mío, ahora podrían volverse pregones de su afrenta..., porque en ellas están escritas sus promesas con los juramentos del cristiano y las palabras de honor del caballero!...

Esperó Mavi a que las damas, un poco confundidas, pidiéranle las cartas- documentos de baldía reclamación si no fuese ante almas generosas... y tuvo que volverse y levantarse, igual que las demás, al sentir tras ella una desalentada irrupción de sedosas faldas.

Era Felisa; entraba descompuesta, y se detuvo para lanzar desde lejos:

-¡Basta de farsas!... que tratan de explotarse aquí en un sucio chantage...: porque usted, que con esas cartas iría gritando todo eso... tal vez no pueda saber a ciencia cierta quién sea el padre de sus hijos!... Mamá, no pierdas el tiempo; busca esta mujer... ¡dinero! ¡Dile de una vez cuánto se está dispuesta a dar por sus cartas y porque se vaya de Madrid!

La injuria había paralizado a Mavi.

-¡¡Miserable!! -rugió frenética.

Luego, con los labios temblando, lívida, siniestra, llevó ambas manos al pecho, a la vez que un feroz odio contenido acercábala a Felisa, buscándose en el abrigo las cartas con que azotarle la faz... Fue instantáneamente un terror, un pánico, y fue una despavorida dispersión loca de las otras tres hacia las puertas. ¡Pensaron en la Aragón!

-¡¡Papá!! ¡¡Arsenio!! ¡¡Arsenio!!

-¡¡Adolfo!! ¡¡Arsenio!!

-¡¡Arsenio!! ¡¡Andrés!!

Arsenio se presentó, detrás del sitio hacia donde pudo retroceder Felisa.

 
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