Llegaban.
Gerardo, que se había sentado de espaldas a la puerta, resistió con estudiada indiferencia su afán de conocer a la que entraba.
-¿Gerardo? -tuvo Arsenio que avisarle.
-¡Oh! -exclamó él levantándose y volviéndose-. ¡A los pies de usted, señora!
-Te presento a mi amigo Gerardo San Román. Mavi, mi mujer.
Estrecháronse las manos. La de Mavi, a través del mitón calado, era suave y fina, de duquesa. Un prodigio de lujo y de hermosura la hija del notario. Alta, muy alta. Noble su continente, en verdad - y su boca roja, y su pelo negro.
Arsenio cortó la especie de sobrecogimiento del ingenuo admirador con una frase afable:
-Sí, mi antiguo amigo. Abogado y diplomático. Casi mi subordinado actualmente, también; porque pertenece a la legación de Suecia y ha encontrado preferible no salir del ministerio.
-¡Mejor dicho, señora, no entrar! -repuso tan cortés, Gerardo, que asombró a su vez al camarada.
-Cierto. No va nunca... Ejerce la abogacía y se ocupa en los negocios.
Mavi, que, al oír el nombre y al verle recordó inmediatamente los retratos del defensor de la Eugenia, publicados con profusión en las revistas, habíale mirado desde luego con intensa simpatía. Le recordaba incluso de otra famosísima defensa en que él libró de la horca a otra infeliz. Y dijo:
-¿No le gusta su carrera?
Su voz era muy dulce. Gerardo, al contestar, se estremeció -no supo por qué hondos y tardíos pesares.
-Como abogado. Como diplomático, parece que se han propuesto mandarme recoger... es decir, mandarme siempre lejos, para que vaya... y no vuelva.
-He leído en la Prensa que usted defiende a la Aragón.
Volvió Gerardo a estremecerse. ¡Ah! ¿Por qué no tenía esta mujer el descoco o la falsa coqueta modestia que él supuso? ¿Por qué tenía tan sencilla y firme dignidad?
-Sí -trató de responder indiferente-, a la Eugenia Aragón, a esa pobre muchacha.
-¡Que mató a su novio! -agravó Arsenio, bondadoso.
-¡A su amante! -dijo, como en una atenuación, Gerardo.
-Desde que éste salvó a la Isidra, Mavi, todas le buscan... Fue admirable; nadie quiso aceptar: a Gerardo, que tenía recién concluida la carrera, le tocó de oficio. Luego sintió ganas de ver mundo, y se hizo diplomático. ¡Qué gran porvenir despreciaste entonces!
Lo recojo ahora.
¿Por mucho tiempo?... ¡Verdad que tú has cambiado!
-Hasta que se empeñen en hacerme defender a un verdadero criminal.
-¡Sí, sí; era algo loco, Mavi, este demonio!
Los dos seguían inmóviles, de pie, junto a la Mavi dulce y gentilísima, sin haberla invitado siquiera a sentarse -como en una turbación de grave e imprevisto desacuerdo. Ella intervino de nuevo, preguntando:
-¿Cree inocente a la Aragón?
-Creo, señora, que las mujeres tienen ustedes siempre razón contra los hombres, hasta cuando los asesinan.
-¡Qué teoría! -celebró el barón, encubriendo cierta alarma-. Anda... ¡quítate el abrigo!
Fue al espejo Mavi, y se dedicó a quitarse el sombrero y el negro abrigo de felpa.
Arsenio se alejó con Gerardo a otro rincón, simulando ambos empeñarse en su charla de negocios. Sino que Gerardo, el cínico, mirando siempre a la dama en disimulo y desde lejos, con un sobrecogimiento extraño, singular, del cual esperaba el prudentísimo barón mil torpezas, apenas si prestábase a seguirle en el rum-rum de farsa. Uno mostraba un papel, y soltaba de tiempo en tiempo en voz más alta palabras de «proyectos», de «tranvías»... El otro, todo al contrario, aprovechaba el misterio para ir diciendo sordamente... «y es guapa... elegantísima... acaso buena, Arsenio... ¡El hábito hace al monje!...»
-Ya, sí, ¿sabes?... -trataba Arsenio, alzando aun más la voz, de encaminar al aturdido... -La Compañía belga se propone... quiera o no quiera el ministro...
Y la volvía a apagar... Y volvía también más apagadamente Gerardo a repetirle:
-Acaso buena, Arsenio, acaso buena... ¡Acaso hacemos mal... Y en vez de con mi hermana, debieras tú casarte con la madre de tus hijos!...
Esta vez, amenazador, casi terrible, Arsenio le prendió con rápida cautela la muñeca. Firmemente temió que, antes de saltar con cualquier barbaridad, Gerardo, el cínico, el loco, el desaprensivo, que ni amigos ni nada respetaba..., se estuviera divirtiendo en aterrarle con un idiota papel de moralista.
-¡Es tarde, bah... para consejos! -le rugió.
-Y por eso el tranvía que nos presenten... -acabó soltándolo, y bien alto- habrá de sujetarse al plano de Debrell...
Por suerte, entraba el camarero con la sopa. Fueron a la mesa. Mavi, vestida con un rico traje Directorio, tan simple como lleno de buen gusto, colmábale al cínico el encanto con la ceñida gracia de su estatua irreprochable. Su faz, su cuerpo, su vida... eran en todo una nobleza, eran en todo una armonía... Sentóse frente a él, por dejarle cerca al marido, y empezó la cena con un augurio triste de silencio, que apenas Manuel interrumpía sirviendo sopa.
-¡Y sobre todo el trolley! -cortó Arsenio, enérgico, el silencio aquel- ¡Es un disparate! ¿No lo has visto?
-¡Un disparate! -le secundó Gerardo bravamente, al fin-. No se concibe que una junta técnica, presidida por Peláez... ¡Vamos, absurdo!
Respiró el barón. Había visto el esfuerzo con que su amigo se arrancaba al «propósito moral» -¡a la broma de mal género!- y le placía hasta la punta de humorismo de que ya hacía gala hablando del negocio.
-¡Ya ves, Peláez! -le replicó-. ¡Un hombre que se ha pasado su vida en Alemania! ¡Que intervino en las obras de Leipzig y de Chapell-Aix-le Goudron! ¡Tenemos que advertirle!
-Después le escribiremos. Sospecho que haya habido confidencias.
Así siguieron. Al segundo plato, Gerardo, advirtiendo que se agotaba, para seguirle en el embrollo, el ingenio del barón, viró en disculpas hacia Mavi:
-Señora, cuantísimo lo siento... Nuestra conversación no es nada galante, en verdad, para una dama.
-¡No importa! -agradeció ella con dulzura.
-Estas cosas de negocios...
- Oh, no piense, me gustan... y me gustaría poder intervenir, ayudar a resolverlos... Pero, ¡qué hacer!, los hombres tienen ustedes la idea de que no valemos para nada serio las mujeres.
-Bah, eso no. Yo, señora, por mi parte, de las mujeres creo que pueden valer...
-¡Ejem!... ¡Ejem! -se interpuso con una fuerte tos Arsenio, y tocándole al imprudente bajo el mantel con la rodilla.
-... que pueden valer algún día -concluyó no obstante, Gerardo- más que los hombres... ¡cuando ustedes se den cuenta... cuando saltando preocupaciones, se impongan a...
Otro rodillazo le atajó, bajo la mesa.