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¿Han oído ustedes alguna vez la historia del viejo farol? Si no, podrían escucharla ahora.

Era el más respetable viejo farol que haya existido en muchos, muchos años de servicio, y ahora iba a jubilarse. Aquella noche estaba por última vez en su puesto, alumbrando la calle. Sentía algo así como una veterana bailarina que baila por última vez y sabe que mañana estará en su bohardilla, sola y olvidada.

El farol estaba muy ansioso acerca de lo qué ocurriría el día siguiente, sabiendo que tendría que presentarse por primera vez en la Municipalidad, y ser inspeccionado por el alcalde y el concejo, quienes decidirían si era apto para servicios posteriores o no lo era. Es decir, si estaba utilizable aún para iluminar a los pobladores de algún suburbio, o algún establecimiento de campo. De lo contrario, iría directamente a la fundición. En este último caso era posible que se convirtiera en alguna otra cosa, y el farol se preguntaba si podría recordar su antigua vida de farol callejero. Lo cual lo turbaba sobremanera.

Fuera como fuese, una cosa parecía cierta, y era que lo separarían del sereno y su esposa, cuya familia miraba él como suya propia. El farol había sido instalado en la calle precisamente el mismo día en que el sereno, en ese tiempo un joven robusto, se iniciara en las tareas de su cargo. ¡Ah, sí, hacía ya mucho tiempo que el farol era farol y el sereno, sereno! La esposa de éste era muy orgullosa en aquellos días; pocas veces se dignaba mirar al farol, y eso cuando pasaba de noche, nunca de día. Pero en los últimos años, cuando todos -el sereno, su esposa y el farol- estaban ya viejos, la mujer lo venía cuidando, limpiando y proveyendo de aceite. Los viejos eran perfectamente honestos; jamás habían defraudado al farol una sola gota del aceite que se les proveía.

 
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de Hans Christian Andersen

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