Erase que se era un gobio. Su padre y su madre habían
sido listos; poquito a poquito, con cuidado y despacito, vivieron infinidad de
años en el río, sin que fueran a parar al buche del lucio ni a!
caldero de la ujá. Encargaron al hijo que hiciera lo mismo.
"Míra, hijito -le dijo el viejo gobio al morir-, si quieres
disfrutar de la vida, ¡ándate siempre con mucho ojo!"
El joven gobio tenía un talento que no le cabía
en la cabeza. Empezó a desplegarlo y observó que, a cualquier
parte que dirigiera la mirada, la muerte le acechaba. En el agua, nadaban peces
gordos por doquier, y todos eran más grandes que él. Cualquiera de
ellos se lo podía tragar, mientras que él, con ninguno
podría hacer igual. Y además, ¿para qué? No
comprendía esa necesidad. El cangrejo podía partirlo en dos con
sus tenazas; la pulga acuática, incrustársele en el lomo y
martirizarle hasta matarlo. Incluso los gobios, sus hermanos, en cuanto
veían que había atrapado un mosquito, se lanzaban en bandada sobre
él para quitárselo. Se lo arrebataban y empezaban a luchar unos
con otros, sin más resultado que despedazar al mosquito en vano.
¿Y el hombre? ¡Qué ser maligno era
aquél! ¡Qué perfidias no idearía para privar al gobio
de la vida sin honra ni provecho! Jábegas, redes, nasas, trampas y, por
último, ¡el anzuelo! Al parecer, no había nada más
simple que él: un hilo; en el hilo, un ganchito, y en el ganchito, una
mosca o un gusano hincados... Y además, ¿de qué manera?...
¡De la forma más antinatural! Sin embargo, precisamente con el
anzuelo era con lo que se pescaban más gobios.
Su viejo padre le había advertido en más de una
ocasión, que se guardase de él. "¡Al anzuelo es a lo
que hay que tener más miedo! -le decía-. Porque, aunque es un
aparejo simplicísimo para nosotros, los gobios, cuanto más tonto
sea lo que encontremos, más seguro será que piquemos. Nos tiran
una mosca, como si quisieran agasajarnos; tú te agarras a ella, ¡y
allí está la muerte!"