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I

Entró, tiró al diván el abrigo y el sombrero, y tomó la carta que le presentaba este diplomático hombre de patillas.

-¡Hola, Manuel! ¿Y Ramón?

-Está enfermo.

-¿Enfermo?

-Pero descuide el señor; me ha dicho que vendría usted, como todos los lunes..., y que entra la señora por la fotografía.

Dicho esto, el diplomático hombre de patillas volvió a su tarea de poner la mesa con cubiertos para dos.

Gerardo leyó la breve esquela y marcó un gesto de fastidio.

-Bueno. Ojo al teléfono. Son las doce. Avisará a la media en punto. Dame coñac.

Se sentó y fuéronle servidas, en una mesita de té, la copa y la botella. Estaba de frac y guante blanco el camarero. Él también -y le hizo sonreír la elegancia del buen hombre para andar entre potajes.

Tendió un brazo y cogió un Heraldo, que habría olvidado en el pie del macetón otro cliente. Traía el retrato suyo, y el de la Aragón, y el del fiscal, entre dos columnas de prosa del sumario.

-Ahí hablan de usted y de esa pobre Eugenia -dijo Manuel con sumisa admiración, trasteando con los platos-. ¡Va usted a ser su defensor! ¿La matarán?

-Sí -respondió Gerardo secamente.

No osó más el camarero interrogarle. Recogió alguna vajilla y se encaminó hacia la puerta. Apenas abierta, con toda la amplitud que las bandejas exigían, volvió a cerrar, porque huían fuera una dama y un señor.

Gerardo había reconocido a su cuñado futuro, «hombre de orden», cuya «corrección» le divertía.

-¡Arsenio, Arsenio! -gritó.

Hízose «el loco» el llamado. Era uno de esos reflexivos y absurdos hipócritas de extraordinaria amenidad, que al propio tiempo que pásanse la vida realizando enormidades y aun jactándose de ellas a pretexto de exculparlas, arden en santa indignación por las ajenas.

-¡Abre! ¡Llama a ése!

Obediente Manuel, abrió y llamó:

-¡Señorito! ¡Señorito!

Y al poco, Arsenio se entreasomaba al gabinete con cara de disgusto:

-¡Chiquillo! ¿Tú?... ¡Hijo, qué voces!

-¿De conquista?

-¡Calla!

-¡Santurrón!

-¡No! ¡Yo te diré!... ¡Vuelvo!

Escapó, y Gerardo le pidió a Manuel detalles de la dama. Muy guapa. Venían bastantes veces. Los conocía de servirlos. Podría jurar que ella era decente.

-¡Estúpido! ¿Has visto aquí a nadie decente alguna vez?

-¡Oh, señor!... ¡Juraría que están casados!

-Hombre, no seas burro. ¡Si ese va a casarse con mi hermana!

El diálogo lo interrumpió la vuelta de, Arsenio, consternadamente.

El camarero salió.

Siempre Arsenio vestía de negro, con su «rígida» levita y su chistera. Ex carlista, beato y mujeriego, constituían su especialidad secreta las difíciles conquistas de muchachas sencillas y cristianas. Lucía el título papal de barón de Casa-Pola. En sus empresas galantes solía operar por las iglesias y hermandades. Pero habiéndole conferido un alto empleo ministerial el presunto suegro, se había vuelto conservador; y además, desde hacía tres años, que inició sus propósitos de boda, reservadísimo con Gerardo, a quien antes contábale sus triunfos.

Sí, sí; tenía una gran contrariedad, un verdadero horror de haber sido sorprendido.

-Supongo, Gerardo -dijo -, que tú te explicarás..., que no te extrañará...

Gerardo, que nunca extrañábase de nada, ni de estar ahora recordando que sorprendió a, su hermana, cuando chico, besando al maestro de violín; ni siquiera de encontrarse algunas veces, todavía, en la cuarta de Apolo, a su madre con sus jóvenes amantes (diputados casi siempre del grupo de papá), sintió el antojo de fingirle sobresalto a éste pobre amigo, que jamás podía entenderle. Y se burló:

-¡Chico... distingamos! Como tal mi colega en porquerías..., pase tu lance. Mas... como cuñado... tú serás el que comprendas que no soy yo, sino mi hermana, quien debe juzgar de esto.

-¡Gerardo! -clamó pálido Arsenio, entre amenazador y suplicante.

Fue tan cómica su cuita, que Gerardo soltó una carcajada.

-¡No, no, hijo! - manifestó el barón, apenas recobrado-. ¡Que tú, con tu cinismo o... tus narices, eres muy capaz de irle a tu hermana con el cuento! ¡Pues sabe que no se trata de nada indecoroso!

-¡Cá, hombre, no! -continuó riéndose el cínico-. ¡Una mujer decente! ¡La del Archipámpano de Rusia, que te la ha diplomática y beatamente confiado para rezar unas salves! ¡Aquí os tienen por esposos!

-¡Ah! ¿Ya le has preguntado al camarero?

La imprudencia colmaba su inquietud. Contemplando el reír del loco, no sabía si atajar sus carcajadas a estacazos. Pensó en seguida que sería más cuerdo ganarse su indulgente intimidad de viejo amigo. Imponíasele una amplia confidencia, capaz incluso de arrancar un poco de piedad hacia su horrible situación.

Se sentó, y empezó de esta manera:

-Bueno, Gerardo. No se trata de ninguna perdularia. ¡Cosas, cosas de la vida! Vengo con ella a, la fuerza. Huérfana de un íntimo y entrañable amigo mío, notario, que me nombró albacea en su testamento, y tan honrada, tan honrada... que tuve que decidirla incluso con palabra formal de matrimonio... ¡Ah, sólo yo sé cuánto me costó de tiempo, de paciencia..., de lucha entre la pasión y el mismo interés por ella y los respetos a su padre!... Sí, sí... por su interés también, y acaso más que nada, ¡no te asombres! La infeliz quedaba sola, sin recursos... Y expuesta a haber caído en manos de alguno como tú.

-¡Qué notable eres!... Pero, en fin..., ¡gracias a que cayó en las tuyas!

-Al menos yo la tengo desde entonces con toda cortesía..., y para siempre la tuviese si no fuera por tu hermana. Cuando la conocí no habíamos empezado tu hermana y yo las relaciones. Y te digo esto para que te hagas cargo de que mi situación..., no obstante la boda..., es con esta mujer forzadísima..., violenta..., impuesta a mi voluntad y mi deseo...

-No, rico, no te disculpes -le interrumpió Gerardo con una invencible seriedad de ironía y de repugnancia-. A mí me tenéis sin cuidado mi hermana y tú...; ¡a ver si revienta el mundo!... ¿Quieres coñac? Allí hay copas.

-¡No, no son disculpas, tú, precisamente!... -dijo Arsenio, mientras bebía Gerardo, yendo por otra copa de un modo maquinal; y llenándola y bebiendo, vuelto a sentarse, terminó con una hastiada calma que garantizaba la honda verdad de sus palabras: -Son expansiones...; me aburre, me fatiga, no puedo más...; ¡estoy de esa mujer hasta los ojos!

-¡Magnífico! ¡Pues cédemela esta noche!

-¡Ah, si se pudiera! -lamentó el amigo, bajo el abrumo de un mundo, alargándole un cigarro.

 
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