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Por Carla Pravisani
comoescriben@elaleph.com


"Una vez que empiezo, me gusta"

Entrevista a Fernando Sorrentino

Fernando SorrentinoAutor de numerosos libros de narrativa que lo han convertido en uno de los principales exponentes de la literatura argentina, Fernando Sorrentino nos lleva constantemente a transitar por un mundo tan disparatado, tan absurdo y ridículo, que el lector -después de la carcajada- no puede dejar de pensar en mirarse al espejo. En esta entrevista, especial para entender cómo trabaja la cabeza de un escritor de raza, el satírico Sorrentino nos cuenta algunos jugosos procedimientos y trucos que le sirven a la hora de escribir sus historias.

 

CARLA PRAVISANI: ¿Cuándo y por qué empezaste a escribir?

FERNANDO SORRENTINO: De chico era una especie de adicto a que me contaran historias, era una verdadera máquina de leer. Por eso, a los veinte años ya conocía una cantidad respetable de novelas y de cuentos. Uno empieza a escribir como un subproducto de la lectura. En resumen: escribí desde siempre, pero pasó mucho tiempo hasta que mis narraciones tuvieron dignidad suficiente como para que otras personas las leyeran.

CP: ¿Cuál fue tu primer libro publicado?

FS: Mi primer libro, La regresión zoológica, salió en 1969. Al principio yo estaba contentísimo, pero al cabo de un año me arrepentí profundamente de haberlo publicado.

CP: ¿Por qué?

FS: Se ve que maduré un poco tarde: a los veintisiete, veintiocho años volví a leerlo y me di cuenta de que el libro había sido escrito con un concepto equivocado de la literatura. Lastimosamente fue un aprendizaje que hice a costa del lector. Por eso siento que tendría que haber esperado un poco.

CP: ¿Tenés algún método para escribir? ¿Alguna motivación especial?

FS: El placer. Cuando empiezo a escribir, si el texto se me resiste, me canso o me cuesta trabajo, lo dejo. Es decir, escribo mientras me siento cómodo. En cuanto el placer se convierte en un trabajo, abandono. Pienso que todo trabajo que uno hace por obligación es desagradable. Y la literatura yo la hago por afición. Y no quiero que sea desagradable. Es lo que siempre digo: si uno escribe sufriendo, ese sufrimiento se transmite al lector. Si a uno le cuesta escribir, transmite esa torpeza. Y cuando el lector se desespera de aburrimiento, es porque primero se aburrió el autor.

CP: ¿Cuánto y con qué regularidad escribís?

FS: En realidad escribo muy poco. Me cuesta estar sentado tres horas seguidas. Cuarenta minutos -justo lo que dura una clase de secundaria- es lo que puedo dedicarle a la escritura. Después debo hacer una pausa. Porque aunque parezca absurdo para un escritor, yo no puedo estar quieto demasiado tiempo. Me acomete una especie de neurosis de prisionero. Sí, sí: me hace mal estar mucho tiempo encerrado.

CP: ¿Tuviste alguna época de bloqueo?

FS: No tuve ni épocas de bloqueo ni de gran inspiración. Como nunca me pongo voluntariamente a escribir...

CP: Bradbury aconseja escribir dos mil palabras por día.

FS: Sí, hay muchos que se manejan de manera parecida. Y puede ser que algo les salga. Pero a mí ese sistema no me gusta. Si un día, imaginemos que viajando en el colectivo, se me ocurre un cuento, lo empiezo. Si avanzo con felicidad, lo termino. Si se me hace muy difícil, mala suerte: lo abandono. Por eso tengo un montón de cuentos sin terminar. A veces los retomo después de mucho tiempo, cuando estoy con otro estado de ánimo, y puedo concluirlos con cierta felicidad. Pero insisto: nunca podría tomar la literatura como un trabajo. Vos sabés que soy profesor de lengua y literatura, y a veces llego a casa cansado y de lo que menos tengo ganas es de romperme la cabeza escribiendo. Entonces espero estar con el ánimo favorable y no escribir por obligación. Pienso que, si yo no escribo, el mundo no se va a detener. A quién le importa. Hay quienes creen que deben hacerlo porque van a dejar cosas perdurables, qué yo, se toman ridículamente en serio a sí mismos. Es el narcisismo del idiota.

CP: ¿A la hora de escribir un cuento sabés de antemano todo el argumento?

FS: Generalmente sé cómo va a terminar. Mi sistema es el siguiente: escribo la primera redacción en un cuaderno de escuela. Sólo uso la página impar, y dejando mucho espacio entre líneas. Escribo con birome, a toda velocidad y de cualquier manera. No me importa si dejo frases por la mitad, si sobre la marcha cambié el nombre de los personajes o de los lugares geográficos. Si la historia empieza, pongamos por caso, en la avenida Santa Fe y, mientras voy avanzando entiendo que es mejor escenario la calle Paraguay, no me tomo el trabajo de tachar. Como, al escribir, uno parte de la nada, lo que me importa es derramar sobre el papel un torrente de palabras. Tener algo. Cuando llego al final, el cuento es una cosa amorfa..., pero lo importante es que en ese momento yo dispongo de elementos tangibles: las palabras de la primera redacción. A continuación, al hacer la segunda redacción voy haciendo agregados y/o modificaciones en la página par. Más tarde, con las dos páginas a la vista, continúo agregando, modificando y, en una palabra, reescribiendo.

CP: ¿Cuál es tu enfoque de la revisión? ¿Por dónde empezás a corregir?

FS: Lo paso en limpio, paso en limpio esa primera versión. La dejo descansar cinco o seis días. Cuando ya la olvidé un poco, la retomo y vuelvo a corregirla. Y así un montón de veces. Digamos que es el método del franeleo aplicado a la redacción la toco y la retoco. Y después la vuelvo a retocar.

CP: Y siempre la dejás descansar un tiempo.

FS: Sí, eso es una gran cosa. Si la releés en seguida, no te das cuenta de los errores. Tenés la melodía en la cabeza, la huella mental.

CP: ¿Quién es la primera persona que lee lo que escribiste?

FS: Yo. La primera, la segunda y la última. Yo mismo.

CP: ¿Nunca mostrás nada antes que sea publicado?

FS: No: aparte de mí, la única persona que ha leído mis cuentos inéditos es el editor, que es quien juzga si los quiere publicar.

CP: ¿Ni a los amigos?

FS: Ni a los amigos. No los torturo. En primer lugar, porque les causaría una molestia; segundo, porque me confundirían. Yo escribo con una actitud determinada. Es decir, puedo equivocarme o no. Pero lo hago porque lo siento así. Y cuando vienen opiniones de afuera, por muy bien intencionadas que sean, si ellos no saben -y no tienen por qué saberlo- cuál fue mi proceso mental, y opinan, me van a hacer equivocar. Me van a hacer confundir.

CP: ¿Descartás mucho?

FS: Bueno..., uso bastante la tijera. Si el cuento empezó con dos mil quinientas palabras -la computadora te permite contarlas muy fácilmente-, la última versión suele ser de unas mil ochocientas. Elimino el exceso de adjetivos y de adverbios. Hay un dicho infinitamente citado, un verso de Vicente Huidobro: "El adjetivo, cuando no da vida, mata". Efectivamente. Si el adjetivo es trivial y no le da una connotación precisa al sustantivo, perjudica porque cansa. Entonces es preferible eliminarlo. Lo mismo con el exceso de adverbios. La mayoría de las veces están de más. Por otra parte, los adverbios terminados en "mente" dan una sensación de prosa rimada que molesta: en español hay muchas palabras que terminan en "ente". No sólo adverbios, sino también sustantivos y adjetivos: ingrediente, potente... Conclusión: hay que evitar el exceso de ese tipo de palabras.

CP: Y, por ejemplo, tu novela Sanitarios centenarios... ¿cómo la fuiste armando?

FS: Uno empieza a escribir, y un capítulo te trae otro. Ese libro tenía una trama paralela que, en un acto de sensatez, decidí eliminar. Le daba una inconveniente seriedad. Sacrifiqué como ciento cincuenta páginas.

CP: ¿Estás con algún proyecto nuevo?

FS: Estoy haciendo cuentos. Últimamente pude escribir tres. Y cuando tenga unos cuantos los publico. Si puedo.

CP: ¿Te cuesta publicar?

FS: Según. Hay cosas que me cuesta publicar, hay cosas que las editoriales me piden. Es muy azaroso. En distintas épocas ha resultado fácil lo que en otras era difícil y viceversa.

CP: ¿Te sentís cómodo escribiendo literatura infantil?

FS: Una vez que empiezo, me gusta. La literatura infantil me da la posibilidad de jugar, de contar aventuras, cosas insólitas. Además no escribo para nenes chiquitos sino para chicos de catorce, quince años. Ahí me doy el gusto de escribir peripecias sorprendentes: eso lo puedo hacer porque no estoy atado por la verosimilitud psicológica, como sí ocurre en la narrativa para adultos. La otra vez, por ejemplo, pensaba en Cervantes. Él no era riguroso para escribir. A él las aventuras se le iban en cualquier dirección. Es decir, Cervantes no seguía una línea narrativa rígida, no iba hacia un final cerrado. Muy arbitrario, por supuesto, pero, como era un mago de las palabras, siempre le salía bien. Y a mí, los libros para chicos me permiten delirar un poco más.

CP: ¿Con la crítica tuviste problemas alguna vez?

FS: Prácticamente no recuerdo ninguna crítica dura. Tuve reseñas con objeciones y salvedades, pero siempre dentro de lo razonable: nunca noté agresividad ni el tinte del ataque personal. Los críticos suelen tratarme bastante bien. A veces leo reseñas que matan al autor: brulotes sanguinarios. A mí jamás me han hecho ese tipo de cosas.

CP: En tus cuentos aparecen ciertos temas recurrentes. Esa cosa de poder, de personas más fuertes y personajes más débiles. Uno que domina al otro. ¿Eso lo hacés conscientemente?

FS: Puede ser…, no estoy seguro…

CP: ¿Qué emociones te estimulan? En Sanitarios centenarios noto una gran indignación.

FS: A menudo pienso en las veces en que he tenido que estar subordinado a personas que, subidas al obelisco, no me llegaban ni a la suela del zapato. Y yo, con ejemplar modestia, pensaba: ¿éste me manda a mí, este tipo me da órdenes? Eso lo sufrí mucho. Pasa cuando las jerarquías responden a valores que me tienen infinitamente sin cuidado, como sucedía en el servicio militar. En el servicio militar, por ejemplo, mis jefes eran personas que tendrían que haberse sentido agradecidas de que les permitieran destapar un inodoro.

CP: ¿Qué opinás de la literatura argentina?

FS: Yo soy un enamorado de Borges. Borges es inagotable. En cada lectura encontrás cosas nuevas. Por ejemplo, "Guayaquil", incluido en El informe de Brodie, me parece maravilloso. Cuando lo leo tres meses después me digo: "Ah, pero qué pícaro; acá está este detalle del que no me había dado cuenta". Y lo vuelvo a leer seis meses después y digo: "Pero acá hay otra cosa más". Él es tan rico... Tiene ese poder de aludir, de resonar, de evocar, de inspirarle reflexiones al lector: yo puedo leer un cuento de Borges cien veces, y cien veces leo un cuento distinto.

CP: ¿Y en tus entrevistas con él qué experiencia tuviste?

FS: En aquel momento yo tenía veintisiete años y un entusiasmo literario ilimitado. Me dio la sensación de estar frente a un hombre superior, un hombre con una inteligencia sideral. Con una asombrosa capacidad de reacción, de improvisación: a veces yo lo contradecía a propósito, para ver qué me decía, para estimularlo. Y él siempre me daba vuelta con respuestas ingeniosas, respuestas que, si mis preguntas hubieran sido indulgentes, no habrían resultado tan atractivas. A sus setenta años, Borges estaba en la plenitud como poeta, como ensayista y como narrador.

CP: ¿Qué narradores te gustan?

FS: Tantos y tantos… Cervantes, Dickens, Kafka... El Quijote es realmente atrapante, maravilloso. Uno no lo puede dejar; cada seis o siete años vuelvo a leerlo, no ha perdido nada de su actualidad. Hablando de Kafka, siempre tengo El proceso en la mesita de luz, bien a mano. Cada tanto, abro al azar y lo releo, para seguir aprendiendo. Me gustan casi todos los cuentos de Chéjov. Poe, con ciertas salvedades: a veces es un poco truculento y efectista... J. D. Salinger tiene una novela maravillosa que se titula El cazador oculto o El guardián en el centeno, según otra traducción: en inglés se titula The Catcher in the Rye. Y más hermosos que esa novela son los cuentos de Salinger: los Nueve cuentos. También leí mucho de la novelística del siglo XIX en general: Flaubert, Tolstói, Dostoievski, Daudet, Balzac -a quien no sé si hoy podría soportar. Cuando era chico leía esa literatura que se dice para "jóvenes y adolescentes". O sea, los libros de Emilio Salgari y de Jules Verne. Pero a los trece años cayó en mis manos un libro que me hizo ver que la literatura de Salgari o de Verne eran el arrabal de la literatura: abundaban las aventuras, sí, pero no había en ellas ni psicologías, ni mentiras, ni vericuetos, ni engaños al lector. Ese libro del que te hablaba, que cambió mi visión de la literatura, fue -es- David Copperfield, de Dickens. Pero después uno empieza a conocer a otros autores. Y eso hizo que, más tarde, Dickens fuera menos importante que los que vinieron. Uno va juzgando, va comparando. A todos les debo algo. Incluso siento un gran afecto hacia autores muy menores. Por ejemplo: Las minas del rey Salomón, de Henry Rider Haggard; El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle. Me encantaron cuando los leí en su momento, y hoy me siguen encantando.

CP: ¿Qué les aconsejarías a quienes empiezan a escribir?

FS: Sobre todo, que lean. Si leen mucho, la escritura surge casi naturalmente. Pero hay que leer bien. Cuando yo era joven, al empezar un libro tenía el deber moral de terminarlo. Con ese criterio, cuando leí la novela Salambó, de Flaubert, transpiraba de nervios, de angustia, de mal humor. Era insoportable Salambó. Ahora, si leo tres páginas y no me gusta, la dejo. Ya no leo por obligación. Eso era un disparate. Ahora me dejo llevar por el agrado. Si me agrada, sigo. Y si no, no... Pero sí, mi consejo es que lean mucho y bien. Yo leo el diario a toda velocidad, porque lo que dice el diario no tiene la menor importancia y, además, está pésimamente escrito; pero leo literatura con elogiable lentitud: volviendo atrás todas las veces que es necesario, con un lápiz en la mano, subrayando y escribiendo en los márgenes. Un error común de los autores jóvenes es que se lanzan a escribir sin tener suficiente combustible de lecturas: tienen la vanidad del semianalfabeto. Entonces cometen ingenuidades. También el que lee mucho puede equivocarse a la hora de escribir, por supuesto; pero se equivoca de otra manera. Es más fácilmente reparable. Por ejemplo, volviendo a mi primer libro, hay cuentos que ya son irreparables. Es imposible reescribirlos, deben ser destruidos. Porque los pensé y los escribí de una manera muy ingenua. Había partido de conceptos erróneos. Pero eso era lo que daba mi cerebro en aquel entonces. Las lecturas no estaban lo suficientemente elaboradas. Mejor dicho: había leído bastante, pero aún no había madurado

CP: ¿Por eso lo de la "máquina de leer"?

FS: Por eso lo de la máquina de leer. Ni más ni menos. Por otra parte, no vas a negarme que es mucho más agradable leer que escribir.

 

 

 

Semblanza

Yo soy Fernando Sorrentino, y escribiré en primera persona para hacerme por completo responsable de la veracidad de mis palabras. Nací en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942.

Según dicen los hombres dignos de fe, en mi literatura de ficción hay una curiosa mezcla de fantasía y humor que discurre en un marco a veces grotesco y siempre verosímil. Me gusta más leer que escribir, y en verdad escribo muy poco. A lo largo de treinta años no tengo demasiada bibliografía para exhibir.

Mi obra narrativa se compone de seis libros de cuentos (La regresión zoológica, 1969; Imperios y servidumbres, 1972; El mejor de los mundos posibles, 1976; En defensa propia, 1982; El remedio para el rey ciego, 1984; El rigor de las desdichas, 1994), un relato extenso (Costumbres de los muertos, 1996) y una novela no demasiado larga (Sanitarios centenarios, 1979). Mis libros para niños conservan, mutatis mutandis, aquellas mismas características, y son los siguientes: Cuentos del Mentiroso, 1978; El Mentiroso entre guapos y compadritos, 1994; La recompensa del príncipe, 1995; Historias de María Sapa y Fortunato, 1995; El Mentiroso contra las Avispas Imperiales, 1994; La venganza del muerto, 1997; El que se enoja, pierde, 1999; Aventuras del capitán Bancalari, 1999. Soy también autor de dos libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, 1974; Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, 1992.

Me enorgullece dejar constancia de que jamás he formado parte de ninguno de esos altillos, asambleas, asociaciones, ateneos, áticos, aulas, bandadas, bandas, buhardillas, cabildos, cámaras, camarillas, capítulos, cardúmenes, casinos, catacumbas, cátedras, cavernas, células, cementerios, centros, chiqueros, círculos, clubes, colegios, compañías, concejos, concilios, conclaves, concubinatos, condominios, confederaciones, congregaciones, congresos, conjuntos, consejos, consistorios, consorcios, conventículos, corpúsculos, corrales, cuadros, cubiles, cuevas, desuniones, desvanes, diarios, directorios, enjambres, equipos, ermitas, escondrijos, escuadras, espeluncas, federaciones, gavillas, gremios, grietas, grupos, grutas, guaridas, hendijas, hormigueros, intersticios, ismos, jaulas, jaurías, juntas, madrigueras, manadas, mansardas, matrimonios, mazmorras, monasterios, museos, necrópolis, núcleos, organizaciones, panales, pelotones, peñas, periódicos, piaras, plutocracias, regimientos, rendijas, repositorios, revistas, salones, segregaciones, serpentarios, sindicatos, sínodos, sociedades, sótanos, soviets, subsuelos, uniones, vizcacheras y/o zahúrdas en los que -arrinconados por cierto temor gregario- suelen refugiarse los autodenominados intelectuales progresistas con la lucrativa finalidad de intercambiar elogios y favores.

Nada me cuesta declarar que mis cuentos se encuentran en cierto número de antologías en español, en inglés y en otras lenguas. Que yo sepa, he sido traducido al inglés, al portugués, al italiano, al alemán, al francés, al finés, al húngaro, al polaco, al chino, al vietnamita y al tamil. También suelo escribir ensayos sobre literatura argentina, que en general se publican en el diario La Nación, de Buenos Aires.

Como todo el mundo, en mayor o menor medida, he recibido bastantes premios literarios. En suma, soy relativamente feliz.

 

 

La bibliografía detallada (excluidas las compilaciones antológicas, las ediciones anotadas de clásicos y las versiones en otras lenguas) de Fernando Sorrentino es la siguiente:

Obra narrativa:

a) Libros de cuentos:

La regresión zoológica, Buenos Aires, Editores Dos, 1969.
Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972; reedición, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1992.
El mejor de los mundos posibles, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1976 (2º Premio Municipal de Literatura).
En defensa propia, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.
El remedio para el rey ciego, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984.
El rigor de las desdichas, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 1994 (2º Premio Municipal de Literatura).

b) Novela:

Sanitarios centenarios,Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1979; reedición (muy reelaborada), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2000.

c) Nouvelles:

Crónica costumbrista, Buenos Aires, Ediciones Pluma Alta, 1992.
Costumbres de los muertos, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1996.

d) Literatura infantil:

Cuentos del Mentiroso, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1978 (Faja de Honor de la S.A.D.E. [Sociedad Argentina de Escritores]).
El Mentiroso entre guapos y compadritos, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1994.
La recompensa del príncipe, Buenos Aires, Editorial Stella, 1995.
Historias de María Sapa y Fortunato, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995. (Premio Fantasía Infantil 1996).
El Mentiroso contra las Avispas Imperiales, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1997.
La venganza del muerto, Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 1997.
El que se enoja, pierde, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1999.
Aventuras del capitán Bancalari, Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 1999.

Entrevistas:

Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Casa Pardo, 1974; reedición (con notas revisadas y actualizadas), Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1996.
Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1992.

 

 

 

 

Fernando Sorrentino

Lectura y comprensión de textos

 

1. Informe de Fernando Fabián Ferretti

Quienes se creen graciosos suelen llamarme Triple Efe; quienes me quieren bien se limitan a la primera sílaba de mi primer nombre y, entonces, me dicen Fer. Estoy cursando quinto año del bachillerato y, según parece, tengo una inteligencia más que regular y soy uno de los mejores alumnos. Me gustan las ciencias, pero más me gustan las letras y me agradaría, cuando domine mejor el idioma, escribir novelas con argumentos complicados, como, por ejemplo, David Copperfield.

Mi papá es el doctor Marcelo Ferretti, abogado de prestigio y con fama de hábil hombre de negocios. Es inteligente, perspicaz, eficaz e impaciente: como él mismo dice, "si hay que hacer algo, se hace en seguida, y a otra cosa". Aborrece el fútbol y, en general, toda actividad que dé lugar a "manifestaciones masivas de la inagotable estupidez humana". Mi mamá aparenta estar siempre de acuerdo con lo que él dice.

Habitamos un enorme piso de una torre de la calle Juramento, cerca de la estación Belgrano R. Creo que se nos puede llamar gente de clase media alta: vivimos con holgura, nos tomamos vacaciones en lugares costosos, y viajamos con cierta frecuencia fuera del país. Yo, con sólo diecisiete años, conozco Estados Unidos, Canadá, México y Brasil, además del Uruguay (pero, ¿quién no ha estado alguna vez en el Uruguay?). También conozco la mayor parte de los países de Europa occidental. Como soy asiduo lector de Dickens y de Conan Doyle, me hubiera gustado conocer Londres, pero mi papá dice que, si consintiese en que un solo centavo suyo fuera a parar a las garras de la BBA (Bestia Británica Asesina), él, como castigo, se impondría la penitencia de destapar cloacas veinticuatro horas diarias durante el resto de su vida. El respeto a esta cuestión de principios nos ha llevado a conocer lugares tan extravagantes como Islandia o Letonia, eludiendo, a la vez, las islas cuyo mero contacto habría condenado a mi papá al perpetuo trajín cloacal.

Cuando tenía diez años me ocurrió algo que me atrevo a calificar de decisivo. Hasta ese momento, yo tenía la idea de una cierta actividad llamada fútbol que ocurría sobre todo -y quizás exclusivamente- en televisión.

Cierto día de aquella época pasada, recibí, de parte de Diego Martín Viale, una invitación para ver, en el propio estadio, un partido de fútbol. Así, y sin saber bien por qué, me encontré en el asiento trasero de un auto, junto a Diego Martín Viale, que, además de vivir en mi mismo edificio, es mi amigo de toda la vida. El auto era manejado por el padre de Diego y, junto a él, viajaba un amigo de éste, llamado Tito. El auto tomó La Pampa y después la avenida Figueroa Alcorta: todos íbamos al estadio de River Plate, donde el equipo local jugaba contra Racing.

El padre de Diego, Diego y el amigo llamado Tito eran, según siempre lo proclamaban clamorosamente, hinchas de River. Los tres se cubrían con gorritos blancos y rojos que ostentaban el escudo de River y diversas leyendas; además llevaban cornetas y banderines blancos y rojos.

Yo, en cambio -ya que el fútbol no me interesaba-, no llevaba distintivo alguno.

En el estadio nos ubicamos en la tribuna oficial, donde estaban los hinchas de River. Sucedió que -según algo ya parecido a una costumbre- también en esa ocasión River derrotó a Racing.

Todos los de nuestra tribuna festejaron el triunfo de River. Todos, menos yo. Porque a mí, al ver -por primera vez en mi vida- a Racing en el campo de juego, con sus jugadores vestidos con pantalones negros y camiseta a franjas verticales celestes y blancas…, ¿qué me pasó?

Me pasó que, a pesar de que Racing había perdido, ¡me enamoré de la Academia!

Y, entonces, en vez de compartir la alegría y la exultación de los riverplatenses que me rodeaban, sentí deseos de hallarme en la otra tribuna, en la tribuna alta que está de espaldas a la avenida Figueroa Alcorta, de estar en aquella tribuna también repleta, repleta de personas cuyos rostros yo no podía discernir, pero que tenían banderas y bombos y estandartes celestes y blancos.

Cuando estuve de regreso en casa, yo ya era otra persona. Desde ese día, el Racing Club de Avellaneda (ciudad donde yo jamás había puesto el pie: yo había estado en Washington y en París y en Berlín, pero no en Avellaneda) pasó a formar parte de mi vida y no sólo de mi vida, sino también de mi espíritu.

(A partir de aquel momento, unas dos veces por mes visito la ciudad de Avellaneda. En rigor, no visito la ciudad: hago siempre el mismo camino, el que desemboca en el estadio de Racing.)

Y aquí es cuando debo decir -con un poco de soberbia, es cierto- que sólo los hinchas de Racing podemos entender el maravilloso, inexpresable e intransferible sentimiento de, precisamente, ser hinchas de Racing. Desde nuestra excepcional condición, hasta podemos mirar con cierta lástima a los hinchas de otros cuadros, groseramente exitosos. Ser de Racing es una magia, y es una suerte de gloria que los adictos a otros cuadros no pueden ni siquiera presentir.

(Cuando alguien dice "Fulano es Gardel", quiere decir "Fulano, en su actividad, es el número uno". Porque Gardel, en su actividad de cantor de tangos, es  el número uno de todos los cantores de tango que en este mundo han sido, son y serán. Y, a su vez, es cosa sabida que Gardel, el número uno, era, como no podía ser de otro modo, hincha de Racing.)

Claro, desde hace muchos años, vivimos de recuerdos. En el caso de nosotros los jóvenes, para peor, de recuerdos de otras personas.

Ellas me han contado las hazañas del equipo del 66, el más eficaz de toda la historia del fútbol profesional. Entonces quise documentarme: concurrí a La Nación y a La Prensa y a El Gráfico para consultar revistas y diarios viejos y así pude conocer -como jóvenes futbolistas, no como maduros directores técnicos- a Perfumo y a Basile, a Maschio y a Cárdenas, y a Rulli y a Díaz, y a…

Y me fui aún más atrás. Y conocí a Dellacha, y a Pizzuti, y a Belén. Y conocí la carita triste de Corbatta, que, según dicen, lo único que sabía hacer era jugar al fútbol, ¡y cómo!, y que fue el mejor puntero derecho del fútbol argentino y que murió hace muy poco en la miseria.

Y todavía más atrás: Gutiérrez, Méndez, Bravo, Simes, Sued…

Y me remonté a épocas casi prehistóricas, y supe que, cuando River, en 1932, obtuvo su segundo título, ya Racing tenía ganados nueve campeonatos.

Otros tiempos.

Lo cierto es que vivo de recuerdos.

Pero, cada tanto, de noche salgo a hacer una cosa que mi papá reprueba con furor. Dice que, a los que pintan las paredes con leyendas (siempre estúpidas), con todo gusto les pegaría una patada en el culo para incrustarlos de cabeza en la pared así mancillada. Mi papá es así: aborrece los errores, las infracciones, los olvidos, la ineficacia, la ignorancia, la idiotez.

Tiene razón. Pero, sin que él siquiera lo imagine, eso es precisamente lo que yo hago a veces, en ciertas noches en que me acomete una especie de fervor casi religioso, una suerte de fanatismo casi místico, y entonces salgo a la calle con un aerosol, y frenéticamente, como un loco, recorro cuadras y cuadras y cuadras, y voy escribiendo en las paredes las tres mágicas frases que indican mi amor por la Academia y mi aborrecimiento hacia los dos cuadros especialmente detestables:

Racing capo, Boca puto, Rojo botón.

No soy el único, lo sé. He visto estas leyendas en todas partes de Buenos Aires, y las he visto en Banfield y en San Isidro, en Hurlingham y en Ramos Mejía, en Mar del Plata y en Córdoba. Y hasta las he visto, trazadas en letra pequeña con un marcador de fibra, en uno de los impolutos baños públicos de las Torres Gemelas de Nueva York. En tal ocasión mi papá dijo: "Éste ha de ser algún pelotudo compatriota nuestro, que, con su incultura, nos hace quedar mal ante estos yanquis de mierda". Mi papá es así. Pero yo, en lugar de enojarme, me sentí orgulloso de ser argentino y de ser de Racing.

Racing capo, Boca puto, Rojo botón.

Apóstoles invisibles e incansables ultrajan sin cesar los muros de las calles con estas leyendas. Yo soy uno de estos apóstoles; no ignoro que mi papá tiene razón, que es una infamia manchar las paredes, pero no puedo contenerme y, cada tanto, a veces impulsado por algún acontecimiento desencadenante, me lanzo de noche a la calle, con un aerosol, y escribo las paredes con las tres frases catárticas, y después, en letras más chicas, dejo mi firma: que no crean el desconocido Ariel, del Once, o el ignoto Fede, de Villa Urquiza, y el resto de los apóstoles, que son capaces de escribir el conjuro más veces que yo.

Después, al regresar a casa, habiendo arrojado el ya exhausto aerosol, voy canturreando bajito esta estrofa:

No me importa lo que digan

Boca, el Rojo y los demás.

Yo te sigo a todas partes:

¡cada vez te quiero más!

 

2. Informe del Seminario de Crítica Literaria "Texto, Contexto, Pretexto", del Grupo de Semiología Trinchera Popular, dirigido por la licenciada Obdulia Trabucchini

La ciudad de Buenos Aires, espacio mítico teratológico cuanto burguesamente aleatorio en función del trasfondo epocal cuya totalidad dialéctica se manifiesta según un eje catalizador temático isotopía/anisotopía, aparece sincrónicamente como zona privilegiada de mensajes congelados en articulaciones retóricas, reiteradas centenares de veces:

Racing capo, Boca puto, Rojo botón.

Esta escritura se halla vinculada, mediante líquido pictórico de variada gama cromática, a paredes y muros, y configurada por seis semas que instalamos verticalmente según los siguientes ejes axiológicos:

Sema 1: Racing,

Sema 2: capo,

Sema 3: Boca,

Sema 4: puto,

Sema 5: Rojo,

Sema 6: botón.

El emisor del mensaje suele replegarse, a partir de una teleología testimonial de veracidad cuanto menos dudosa, a una estructura anonimal (no obstante aparecer exocéntrica y simetrofóbicamente firmas -signos o señales- de no más de cinco grafemas: Ariel, Fer, Fede, Ale).

Siendo los emisores plurales, se instaura en el mensaje una desconexión uniformadora, que remite a la autoagresión descalificante de no delimitar de manera unívoca los sememas que se originan en la combinación de los seis semas fijados con previtud.

El registro documental en una serie significativa de estructuras de ladrillos y argamasas, y la repetición de una constelación de unidades configuradoras más o menos regular, nos permite una resolución trinaria de este discurso en los tres sememas que siguen:

Semema 1: Racing capo.

Semema 2: Boca puto.

Semema 3: Rojo botón.

Los tres sememas se autosignifican en construcciones nominales de núcleo sustantivo y modificador adjetivo, paralelismo que nos remite de inmediato al orden burgués insertado en la cultura antidialéctica deshistorizada.

I) El primer semema (Racing capo) se articula en un núcleo sustantivo italiano capo y un modificador genitivo inglés (racing), bilingüismo propio de nuestra cultura dependiente de los centros civilizatorios del poder. Una primera aproximación traduccional nos ayuda a decodificar su significado español: capo en italiano significaciona más o menos "jefe" o "líder"; el inglés racing = carrera (gerundio del verbo to race = correr) funciona en este caso puntual como complemento sustantivo prepositivo. Intentamos ahora la reducción paratáxica del mensaje y obtenemos:

a) El jefe de la(s) carrera(s).

II) En el segundo semema (Boca puto) la construcción no es, como en el anterior, adjetivo + sustantivo, sino sustantivo + adjetivo, lo cual nos remite a una jerarquización (aristocrática y antidemocrática) que efectúa un desplazamiento desde arriba hacia abajo. Esta razón doctrinaria reubica la postulación del autoritarismo en el significante lexémico.

La manifestación discordante en el nivel sintáctico (boca [sustantivo femenino] + puto [adjetivo masculino) privilegia, desde la superestructura cultural reaccionaria, la censura y el rechazo a los contenidos investidos en la homosexualidad. El planteo dicotómico y encubridor es, entonces, en una primera decodificación: "la boca [es] puto/a". Pero su núcleo significante, en una segunda decodificación, será: "la boca (es decir, el órgano fonador y expresor del lenguaje y de las ideas) es puta", "las ideas (a expresar en el plano de su profunda literalidad) son putas, y deben, por tanto, ser acalladas, matadas, retrosignificadas de silencio". Esto nos permite la explicitación del segundo semema según esta secuencia hiperotáxica:

b) Las ideas no deben expresarse.

III) El tercer semema (Rojo botón) se reitera a sí mismo en construcción sintáctica repitente de la del primer semema, reformulada en rojo (adjetivo) + botón (sustantivo). O sea botón rojo, es decir, resuelto desde el espacio judicativo estructuralista según el siguiente actante global maniqueísta:

a) Serie incluyente b) Serie excluyente
botón rojo botón blanco
botón rojo botón azul
botón rojo botón amarillo
botón rojo botón verde
botón rojo botón violeta
botón rojo botón marrón

En la organicidad subyacente a todo maniqueísmo surgen, en agudas contradicciones internas, sus opuestos, y, en un proceso de retroversión de categorías extrapoladas, la serie excluyente se torna subsidiaria de la serie incluyente, y se inaugura así la desacralización e inversión del primer modelo mítico-ritual en este segundo modelo dogmático, donde la conciencia de clase dominante incorpora, o comete acto de restitución, con los botones blanco, azul, amarillo, verde, violeta y marrón, rechazando, hacia una zona desarraigada de la instancia ideológica, a todos los botones rojos. Cosmovisión autoritaria e individualista que no da cabida, en prendas de color alienado, a botones rojos, el color categórico intrapolado de la propuesta liberadora revolucionaria. De manera tal que también el tercer semema puede reducirse, desde un modelo tipológico a-compromesal, a este criterio actancial:

c) La revolución se autoprivilegia en la lejanía.

Ahora bien, habiendo ya fijado los espacios predictivos de los tres sememas, intentaremos emprender un camino de catalización temática que nos permita sintetizarlos en un mensaje de inserción en el significado último. Tenemos una escena nodal tripartita, con tres núcleos significantes asimétricos, que se iluminan y se reformulizan recíprocamente:

a) El jefe de la(s) carrera(s) = [Racing capo].

b) Las ideas no deben expresarse = [Boca puto].

c) La revolución se autoprivilegia en la lejanía = [Rojo botón].

a) ¿Quién es el jefe de la carrera (= "transcurrir vital") sino lo que, en la instancia ideológica, podemos remitir a la concepción esencialista de la clase dominante? (Semema 1).

b) ¿Qué ideas no deben expresarse sino precisamente aquellas que, a partir de la instalación definitiva del referente cuestionador, denuncian la desorganicidad del encuadre del modelo burgués? (Semema 2).

c) ¿Qué es la lejanía sino la antítesis del encuadre geopolítico que se define por su cercanía a los centros del poder, y por qué, entonces, congelarla en su resignificación? (Semema 3).

Relexicados los tres sememas, podemos intentar el rescate semantémico de conjunto en un solo mensaje antimovilizador:

La clase dominante = [Racing capo].

no permite que se expresen las ideas cuestionadoras = [Boca puto].

de la instancia revolucionaria = [Rojo botón].

Aquí termina (provisionalmente) este trabajo de campo de nuestro seminario, que tuvo lugar desde el 1º de abril hasta el 30 de junio: fueron tres meses de apasionantes discusiones en su seno, que concluyeron muy fructíferamente con el desciframiento de estas tres frases terriblemente reaccionarias:

Racing capo, Boca puto, Rojo botón.

 

Este relato, aún no recogido en libro, se publicó dos veces:

1) En la revista Proa (director: Roberto Alifano), nº 29, Buenos Aires, mayo-junio 1997, págs. 45-51.

2) En Alicia Faisal, El discurso narrativo. El viejo oficio de contar historias. Buenos Aires, Kapelusz, 1999, págs. 75-80.

 

 
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