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Al apuntar el día (que era el de Navidad), se publicó en la ciudad un bando exhortando a los hijos de San Marcos a acudir en armas a la casa del signor Luis a los que no tuvieran armas se los convocaba en la fortaleza, donde se les entregarían cuantas quisieren; este bando prometía una recompensa de dos mil ducados a quien entregara a la corte, vivo o muerto, al susodicho signor Luis, y quinientos ducados por la persona de cada uno de sus hombres. Asimismo se ordenaba, a quienes no fueron provistos de armas, que no se acercaran a la casa del príncipe, para no estorbar a quienes se batieran, caso de que el susodicho príncipe juzgara oportuno disponer una salida.

Al mismo tiempo se emplazaron arcabuceros de fortaleza, morteros y artillería gruesa en las murallas viejas, frente a la casa ocupada por el príncipe, y lo mismo en las murallas nuevas, desde las cuales se dominaba la parte trasera de la casa. En este lado situaron la caballería, para que pudiera maniobrar libremente en el caso de ser necesaria su intervención. Se aprestaron en la orilla del río bancos, armario, carros y otros muebles a modo de parapetos, con el fin de obstaculizar los movimientos de los sitiados si intentaban arremeter totora el pueblo en orden cerrado. Estos parapetos debían servir también para proteger a los artilleros y los soldados contra los tiros de arcabuz de los sitiados.

Por último, emplazaron en el río, enfrente y al costado de la casa del príncipe, unas barcazas cargadas de hombres provistos de mosquete; y otras armas propias para hostigar al enemigo se intentaba una salida; al mismo tiempo se levantaron barricadas en todas las calles.

Durante estos preparativos llegó una carta del príncipe en la qué, en términos muy comedidos, se quejaba de ser considerado culpable y de verse tratado como enemigo, y hasta como rebelde, antes de examinar el caso. Esta carta la había redactado Liveroto.

El 27 de diciembre, los magistrados enviaron a los señores más principales de la ciudad a entrevistarse can el signor Luis, quien tenía en su casa cuarenta hombres, todos ellos antiguos soldados veteranos en las armas. Los encontraron ocupados en fortificarse con parapetos hechos de tablas y colchones mojados, y preparando los arcabuces.

Los tres caballeros declararon al príncipe que estaban determinados a apoderarse de su persona; le exhortaron a que se rinde añadiendo que, si así lo hacía antes de llegar a vías de hecho, podría esperar de ellos alguna misericordia. A lo cual respondió el signor Luis que, si empezaban por retirar los guardias apostados en torno a su casa, se rendiría a los magistrados, acompañado de dos o tres de sus hombres, para tratar de¡ asunto, con la expresa condición de que siempre quedaría libre para tornar a su casa.

Los embajadores se hicieron cargo de estas proposiciones escritas de puño y letra del signor Luis y volvieron cerca de los magistrados, quienes rechazaron las condiciones, principalmente por consejo del ilustrísimo Pío Enea y de otros nobles presentes. Los embajadores tornaron nuevamente a casa del príncipe y le notificaron que, si no se rendía pura y simplemente, arrasarían su casa con la artillería; a lo cual respondió que prefería la muerte a tal acto de sumisión.

Los magistrados dieron la señal de batalla y, aunque habrían podido destruir la casa casi totalmente con una sola descarga, prefirieron empezar con cierta mesura, por si los sitiados se avenían a rendirse.

Así fue, y con ello se ahorró a San Marcos el mucho dinero que habría costado reconstruir las partes destruidas del palacio atacado; sin embargo, no todos lo aprobaron. Si los hombres del signor Luis no hubieran flaqueado y se hubieran lanzado sin vacilar fuera de la casi, cl resultado habría sido muy incierto. Eran soldados veteranos no carecían de municiones, de arma,, ni de valor, y sobre todo tenían el mayor interés en vencer; aun poniéndose en lo peor, ¡ no era preferible morir de un tiro de arcabuz a perecer a manos del verdugo? Además, ¿con quién tenían que habérselas? Con unos infelices sitiadores poco experimentados en las armas; y, en este caso, los señores se habrían arrepentido de su clemencia y su bondad natural.

Empezaron, pues, por batir la columnata que había frente a la casa; después, tirando siempre un poco por alto, demolieron la fachada. Mientras tanto, los de dentro dispararon muchos arcabuzazos, pero sin otro resultado que el de herir en cl hombro a un hombre del pueblo.

El signor Luis gritaba con gran ímpetu: « ¡Batalla!, ¡batalla! ¡Guerra!, ¡guerra!» Estaba muy ocupado en hacer fundir balas con el estaño de las fuentes y el plomo de los cristales de las ventanas. Amenazaba con hacer una salida, pero los sitiadores tomaron nuevas medidas e hicieron avanzar artillería de más grueso calibre.

El primer cañonazo abrió una buena brecha en la casa y derribó entre las ruinas a un tal Pandolfo Leupratti de Camerino. Era un hombre de gran arrojo y bandido de mucho cuidado. Desterrado de los estados de la santa Iglesia, el ilustrísimo señor Vitelli había puesto su cabeza a precio de cuatrocientas piastras por la muerte de Vicente Vitelli, atacado en su carruaje y muerto a tiros de arcabuz y a puñaladas por obra del príncipe Luis Orsini y por mano del susodicho Pandolfo y sus cómplices. Pandolfo, aturdido por la caída, no podía moverse; un servidor de los señores Caidi Listase adelantó hacia él armado de una pistola y, muy valientemente, le cortó la cabeza y se apresuró a llevarla a la fortaleza y entregarla a los magistrados.

Poco después, otro cañonazo derribó una pared de la casa y, con ella, al conde de Montemelino de Perusa, que murió entre las ruinas destrozado por la bala.

Después vieron salir de la casa a un personaje llamado el coronel Lorenzo, de los nobles de Camerino, hombre muy rico y que en varias ocasiones había dado pruebas de valor y era muy estimado por el príncipe. Este hombre decidió no morir sin venganza; quiso disparar su arcabuz; pero, aunque la rueda giraba, ocurrió, quizá por designio de Dios, que el arcabuz no disparó, y en este momento una bala atravesó el cuerpo al coronel Lorenzo. El disparo lo había hecho un pobre diablo, monitor de los escolares en San Miguel. Y mientras éste se acercaba a cortarle la cabeza para ganar la recompensa prometida, se le adelantaron otros más ligeros y sobre todo más fuertes que el, los cuales se apoderaron de la bolsa, del arcabuz, del cinturón, del dinero y de las sortijas del coronel y le cortaron la cabeza.

Muertos los hombres en los que el príncipe Luis confiaba más, se quedó muy perturbado y ya no se le vio hacer ningún movimiento. El signor Filenfi, su mayordomo de casa y secretario en traje civil, salió a un balcón y con un pañuelo blanco dio la señal de que se rendía. Salió y fue conducido a la ciudadela «llevado del brazo», comen dicen que es costumbre en la guerra, por Anselmo Suardo, teniente de los señores (magistrados).

Sometido inmediatamente a interrogatorio, dijo no tener ninguna culpa en lo que había pasado, porque hasta la víspera de Navidad no llegó de Venecia, donde había estado varios días ocupado en los asuntos del príncipe.

Le preguntaron cuántos hombres tenía con él el príncipe; contestó: «Veinte o treinta personas.»

Le preguntaron los nombres y contestó que había ocho o diez que, por ser personas de calidad, comían, como él mismo,. a la mesa del príncipe, y que los nombres de éstos sí los conocía, peto que de los demás, gente de vida vagabunda y llegados poco hacía al servicio del príncipe, no tenía ningún conocimiento particular.

Nombró a tren personas, incluido el hermano de Liveroto.

 
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