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Mientras Victoria reinaba así en su casa, una noche en que Félix Peretti acababa de meterse en la cama con su mujer, una tal Catalina, natural de Bolonia y doncella de Victoria, entregó a aquél una carta. La había traído un hermano de Catalina, Domenici de Aquaviva, apodado "el Mancino" (el Zurdo). A este hombre le habían desterrado de Roma por varios delitos, pero Félix, a ruego de Catalina le había procurado la poderosa protección de su tío el cardenal, y el Mancipo iba con frecuencia a la casa de Félix, que tenía en él mucha confianza.

La carta a que nos referimos iba firmada con el nombre de Marcelo Accoramboni, el hermano de Victoria que más quería su marido. Generalmente, vivía escondido fuera de Roma, pero a veces se arriesgaba a entrar en la ciudad, y entonces encontraba refugio en la casa de Peretti.

En la carta entregada a una hora can extemporánea, Marcelo pedía protección a su cuñado Félix Peretti; le conjuraba a ir en su ayuda y añadía que le esperaba cerca del palacio de Montecavallo para un asunto de suma importancia.

Félix dio a conocer a su mujer esta extraña carta, luego se vistió y no tomó más armas que su espada. Cuando se disponía a salir, acompañado de un solo servidor que llevaba una antorcha encendida, le salieron al paso su madre Camila, todas las mujeres de la casa y, entre ellas, la propia Victoria. Todas le suplicaban encarecidamente que no saliera a una hora tan avanzada. Como Félix no cediera a tales súplicas, las mujeres, de rodillas y con lágrimas en lo.; ojos, le conjuraron a que la escuchara.

Estas mujeres, y sobre todo Camila, estaban horrorizadas por el relato de las cosas que pasaban todos los días, y permanecían impunes, en aquellos tiempos del pontificado de Gregorio XIII, lleno de desórdenes y atentados inauditos. La preocupaba además una idea: cuando Marcelo Accoramboni se arriesgaba a merar en Roma, no tenía la costumbre de mandara buscar a Félix, y esta llamada, a tales horas de la noche, les parecía muy extraña.

Félix, con todo el fuego de su edad, no se rendía a cales motivos de temor; pero cuando supo que la carta la había traído el Mancino; hombre al que quería mucho y a que había protegido, no hubo manera de detenerle, y salió de casa.

Como ya hemos dicho, le precedía un solo criado con una antorcha encendida; peto, apenas había dado el pobre joven unos pasos por la cuesta de Montecavallo, cayó herido por tres disparos de arcabuz. Los asesinos, al verle en el suelo, se arrojaron sobre él y le acribillaron a puñaladas, hasta que les pareció bien muerto. Inmediatamente llegó la noticia fatal a la madre y a la mujer de Félix, y, por ellas, a su tío el cardenal.

El cardenal, sin que su rostro revelase la más pequeña emoción, hizo que le vistieran los hábitos y se encomendó él mismo a Dios a la vez que le encomendaba aquella pobre alma (así cogida de improviso). Luego se dirigió a casa de su sobrina y, con admirable gravedad y un continente de profunda paz, puso freno a los grito, y los llantos femeninos, que comenzaban a resonar en toda la casa. Su autoridad sobre aquellas mujeres fue de tal eficacia, que a partir de aquel momento, y ni siquiera cuando sacaron de la casa el cadáver, no se vio ni se oyó en ellas absolutamente nada que se apartara de lo que en las familias más moderadas ocurre por la, muertes más previstas. Nadie pudo sorprender en el cardenal Montalto señal alguna, ni siquiera moderada, de dolor; nada cambió en el orden y en la apariencia exterior de su vida. Roma no tardó en convencerse de esto, aunque observaba con su curiosidad acostumbrada los menores movimientos de un hombre tan profundamente ofendido.

Por casualidad, al día siguiente de la muerte violenta de Félix se convocó en el Vaticano el consistorio (de los cardenales). Todo el mundo penaba en la ciudad que, por lo menos el primer día,¡ el cardenal Montalto se consideraría exento de esta función pública. ¡Tenía que aparecer en ella ante los ojos de tantos y tan curiosos restos! Observarían los menores detalles de esa flaqueza natural que, sin embargo, es tan conveniente disimular en un personaje clac, ya en un puesto eminente, aspira a otro más eminente aún; pues todo el mundo reconocerá que no conviene que quien ambiciona elevarse por encima de todos los demás hombres se conduzca como uno de ellos.

Pero las personas que así pensaban se equivocaron doblemente, pues, en primer lugar, el cardenal Montalvo, según su costumbre, fue de lo, primeros que llegaron al consistorio, y, además, ni los más clarividentes pudieron descubrir en él la menor señal de sensibilidad humana. Al contrario, con sus respuestas a los colegas que quisieron dirigirle palabras de consuelo ,obre tan terrible acontecimiento, asombró a todo el mundo. La aparente entereza de su alma, en medio de tan atroz desgracia, fueron el tema de los comentarios de la ciudad.

Bien es verdad que en el mismo consistorio algunos hombres, más duchos en el arte de las cortes, atribuyeron aquella externa inmutabilidad, no a falca de sentimiento, sino a una gran capacidad d¿ disimulo; y esta opinión fue compartida en seguida por la multitud de los cortesanos, pues convenía no mostrarse demasiado profundamente herido por una ofensa cuyo autor era seguramente poderoso y quizá podía, llegado el momento, cerrar el camino a la dignidad suprema.

Cualquiera que fuese la causa de esta insensibilidad aparente y completa, lo cierto es que produjo una especie de estupor en toda Roma y en la corte de Gregorio XIII. Pero, volviendo al conconsistorio, cuando, ya reunidos todos los cardenales, entró el papa en la sala, miró inmediatamente al cardenal Montalto y se vieron lágrimas en los ojos de su santidad; en cuanto al cardenal, no se alteró en absoluto la expresión de su rostro.

Mayor aún fue el asombro cuando; en el mismo consistorio, llegado el turna al cardenal Montalto par:; prosternarse ante el trono de su santidad y darle cuenta de los asuntos a su cargo, el papa, antes ele darle tiempo a comenzar su informe, no pudo menos de echarse a llorar. Cuando su santidad pudo hacer uso de la palabra, intentó consolar al cardenal prometiéndole que se haría pronta y severa justicia de tan enorme atentado. Pero el cardenal, después de dar muy humildemente la, gracias al sumo pontífice, le suplicó que no ordenara investigar sobre lo ocurrido, asegurando que lo de su parte, perdonaba de corazón al autor, quienquiera que forre Y, hecho este ruego en muy pocas palabras, el cardenal pasó a informar como si nada extraordinario hubiera ocurrido.

Todos los cardenales presentes en el consistorio tenían los ojos fijos en el papa y en Montalto ; y, aunque sea de seguro muy difícil engañar al ojo experto de los cortesanos, ninguno se atrevió a decir que el rostro del cardenal Montalto revelara la menor emoción al ver tan de cerca los sollozos de su santidad, quien, a decir verdad, estaba enteramente fuera de sí. Esta pasmosa insensibilidad del cardenal Montalto no falló en absoluto durante todo el tiempo de su trabajo con su santidad, hasta tal punto que impresionó incluso al mismo papa, el cual, terminado el consistorio, no pudo m( nos de decir al cardenal de San Sixto, su sobrino favorito: Veramente, costui é un gran frate! (¡En verdad, este hombre es un gran fraile!).

 
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