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Tan de lleno nos entregamos a este trabajo que nadie habló
palabra. Ni siquiera los dos alemanes que viajaban juntos. Como laboriosas
hormigas, nos doblábamos sobre nuestras maletas, sacábamos algunas prendas, nos
levantábamos, recorríamos el corto espacio hasta nuestros respectivos armarios
situados a ambos lados de la entrada. Esquivábamos al resto con mil dificultades
y colocábamos en nuestros colgadores la ropa, volviendo de nuevo a repetir la
misma operación. Fui el primero en acabar. Sólo tuve que sacar dos o tres cosas
de una de mis maletas. La otra era lo que llamaba mi "oficina portátil". Estaba
formada por mi máquina de escribir, mi amiga inseparable, folios y algunos
libros de consulta.
Lentamente se fue ordenando nuestra pequeña habitación.
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