Un mozo se había encargado, por cinco escudos, de depositar mi
reducida impedimenta, dos maletas y un bolsón de mano, en mi propio camarote sin
tener que preocuparme. Libre de ese problema, esperé entre los fardos, equipajes
y personas que, en confusa mezcla se apilaban al pie de un bajo edificio frente
al barco, hasta que llegara la hora de subir a bordo.
Carga y pasaje no tardaron en ser acomodados en el interior de la
gran nave: un transatlántico de unas 30.000 toneladas con destino final en
Génova, Italia. El ronco sonar de la sirena del barco anunció su salida. La
pasarela que lo unía a tierra, fue retirada inmediatamente después. Lentamente
fue arrastrado por un par de pequeños remolcadores hasta que
convenientemente enfilado en dirección perpendicular a la bocana del puerto, fue
abandonado por estos a su libre navegar. El poderoso motor de la nave comenzó a
funcionar con un rítmico ruido que ya no me abandonaría hasta mi destino en
Barcelona.