-¡Pero, señor!
-Nada, nada: eso se hace todos los días y en todas
partes; usted no querrá negarme ese servicio. Eso da crédito a una
casa... Continuemos.
-Tengo treinta años, soy soltero.
-¿Soltero?... ¿Todo lo que se llama soltero? Yo
no soy rigorista ni maníaco: recuerdo aún mis mocedades; no me
disgustaría encontrar lindos palmitos en la escalera; el ruido de la seda
me trae a la memoria días mejores... Pero, ¡salvemos las
conveniencias, sobre todo!
-Pero, señor mío...
-Sí, sé lo que va usted a contestarme: que esto
no me atañe, que nadie me da vela en ese entierro; pero, mire usted por
ejemplo, me disgustaría espantosamente que la novia de usted fuera
morena...
-Repito que...
-Estése usted tranquilo; será una debilidad, yo
lo confieso, ¡pero a mí me revientan las morenas! No puedo
soportarlas. Dejemos, pues, sentado que, si la casa le conviene, se obliga usted
por escrito a que todas sus amigas sean muy rubias. ¿Tiene usted
profesión?