-¿Cómo que no? En todas partes hay un mujik,
¡sólo hace falta buscarlo! ¡Seguramente estará
escondido en algún sitio para escurrir el hombro al trabajo!
La idea aquella animó a los generales hasta tal punto,
que se levantaron de un brinco, como movidos por un resorte, y se pusieron a
buscar al mujik.
Estuvieron vagando por la isla largo rato, sin resultado
alguno; por fin, un penetrante olor a graznas de centeno y a piel de carnero
agria les puso sobre la pista. Al pie de un árbol, panza arriba, apoyada
la cabeza sobre el puño, dormía un enorme mujik, eludiendo el
trabajo del modo más desvergonzado. La indignación de los
generales no tuvo límites.
-¿Conque estás durmiendo, gandul? -arremetieron
contra él-. ¡Te importa un bledo que dos generales lleven
aquí dos días muriéndose de hambrel ¡Arriba, a
trabajar ahora mismo!
El fornido mujik se levantó y vio que los generales eran
severos. Quiso poner pies en polvorosa, pero ellos se aferraron a él con
toda su alma.
Y el mujik comenzó a actuar ante los generales.
Lo primero que hizo fue subir a un árbol y coger una
decena de manzanas, de las más maduras, para cada uno de ellos, y una,
ácida, para él. Luego, se puso a escarbar la tierra y sacó
unas patatas; a continuación, tomó dos trozos de madera y los
frotó uno contra otro hasta que saltó fuego. Después
confeccionó un lazo de sus propios cabellos y atrapó una ortega.
Por último, encendió lumbre y asó tan gran cantidad de
diversas provisiones, que los generales hasta llegaron a pensar si le
darían una minúscula parte a aquel haragán.