Mientras observaban los generales los afanosos esfuerzos del
mujik, su corazón latía jubiloso. Se les había ya olvidado
que la víspera habían estado a punto de morirse de hambre, y
razonaban: ¡Qué buena cosa es ser general, no se pierde uno en
ninguna parte!
-¿Están ustedes contentos, señores
generales? -preguntaba entretanto el mujik holgazán.
-¡Estamos contentos, querido amigo, ya vemos tu celo!
-respondían los generales.
-¿Me permitirán ustedes ahora descansar un
rato?
-Descansa, amiguito, pero haz antes una cuerda.
El mujik cogió rápido cáñamo, lo
puso en remojo, lo espadilló y lo retorció; al anochecer, ya
estaba lista la cuerda. Los generales ataron con ella al mujik a un
árbol, para que no se escapara, y se tumbaron a dormir. Pasó un
día y otro día. El mujik se daba tanta maña, que hasta
hacía ya sopas en el cuenco de las manos.
Nuestros generales estaban alegres, orondos, bien comidos, sus
carnes se habían vuelto blancas. Empezaron a considerar que allí
vivían a cuerpo de rey, mientras en Petersburgo sus pensiones se iban
acumulando y acumulando.
-¿Qué opina Su Excelencia: existió en
realidad la torre de Babel o se trata sencillamente de una alegoría?
-decía a veces un general al otro, en tanto desayunaban.