-¡Y cómo! Sobre todo, cuando se contemplaba el de
nuestra cuarta clase, todo recamado de oro, se le iba a uno la cabeza.
Y empezaron a dar la lata al mujik:
"¡Llévanos a la Podiácheskaia, llévanos
allá!" ¡Valiente cosa! Resultó que el mujik
conocía también la Podiácheskaia. ¡Había
estado allí cierta vez y bebido cerveza y miel, que por los bigotes
corría y en la boca no caía!
-¡Nosotros somos generales de la Podiácheskala!
-exclamaron jubilosos los dos.
-Pues yo... Si es que ustedes han visto a un hombre colgado
fuera de la casa, metido en un cajón sujeto con una cuerda y pintando la
fachada o andando por el tejado como una mosca, ¡ése mismo soy yo!
-contestó el mujik.
Y empezó a hacer conjeturas: ¿cómo dar un
alegrón a sus generales, en prueba de gratitud, por haber honrado con su
atención a un haragán como él y no haber desdeñado
su trabajo? Y construyó un barco; aquello no era un barco cualquiera,
sino una nave en la que se podía cruzar el océano, de parte a
parte, hasta llegar a la misma Podiácheskaia.
-¡Ten cuidado, canalla, no nos vayas a ahogar! -dijeron
los generales al ver la nave que se balanceaba sobre las olas.
-¡Estén ustedes tranquilos, señores
generales, que no es la primera vez! -contestó el mujik, y comenzó
los preparativos para marchar.