-¡Ahora sería capaz de comerme una de mis propias
botas de montar! -dijo un general.
-¡También están buenos los guantes, cuando
se han usado mucho! -suspiró el otro general.
De pronto, ambos generales se miraron; sus ojos se encendieron
con fulgor maligno, rechinaron los dientes, un rugido salió de sus
pechos. Despacio, empezaron a acercarse a rastras el uno al otro, y, en un
santiamén, se tornaron fieros. Volaron mechones y jirones, resonaron
aullidos y gemidos; el general que había sido maestro de
caligrafía arrancó de un mordisco la oreja a su compañero y
se la tragó inmediatamente. Pero el espectáculo de la sangre que
corría pareció volverles a la razón.
-¡EL cielo nos proteja! -dijeron ambos a un tiempo- Pues,
de este modo, ¡acabaremos por devorarnos el uno al otro!
-¿Y cómo habremos venido a parar aquí?
¿Qué espíritu maligno nos habrá jugado esta mala
pasada?
-Hay que distraerse, Excelencia, con alguna
conversación; de lo contrario, ¡aquí va a haber un
homicidio! -auguró un general.
-¡Empiece usted! -repuso el otro general.
-Dígame, ¿por qué, a su modo de ver, sale
el sol primero y se pone después, y no ocurre al revés?