Mencioné hace algún tiempo que un ala de trinquete había sido izada. Desde ese momento el barco, con el viento en popa, ha seguido su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas, desde la galleta del mástil hasta las botavaras de arrastraderas, hundiendo a cada momento los penoles del juanete en el más asombroso infierno de agua que la mente del hombre puede imaginar. Acabo de abandonar el puente, donde me resulta imposible mantenerme de pie, aunque la tripulación no parece tener ningún inconveniente. A mi me resulta un milagro milagroso que nuestra enorme masa no sea tragada de una vez y para siempre. Seguramente estamos destinados a rondar siempre por el borde de la eternidad, sin precipitarnos finalmente en el abismo. Pasamos entre olas mil veces más gigantescas que las que he visto nunca con la facilidad de la rápida gaviota; las colosales aguas alzan sus cabezas sobre nosotros como demonios de la profundidad, pero son demonios limitados a simples amenazas y tienen prohibido destruir. Me siento inclinado a atribuir esta continua supervivencia a la única causa natural que puede explicar este efecto. Supongo que el barco está sometido a la influencia de una fuerte corriente o de una impetuosa resaca.
He visto al capitán cara a cara, y en su propio camarote, pero, como yo esperaba, no me prestó atención. Aunque a los ojos de un observador casual no haya nada en su apariencia que pueda parecer por encima o por debajo de lo humano..., un sentimiento de incontenible reverencia y temor se mezcló con el sentimiento de asombro con el que lo contemplaba. Tiene casi mi estatura, es decir, unos cinco pies ocho pulgadas. Su cuerpo es proporcionado y fuerte, sin ser robusto ni muy delgado. Pero la singularidad de la expresión de su cara, la intensa, la asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, excitó mi espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable. Su frente, apenas arrugada, parece llevar el sello de una miríada de años. Sus cabellos canos son crónicas del pasado, y sus ojos, aún más grises son sibilas del futuro. El suelo del camarote estaba cubierto de extraños infolios con cierres de hierro, estropeados instrumentos científicos y obsoletas y viejísimas cartas de navegación. El capitán tenía la cabeza inclinada, apoyada en las manos, y estudiaba con encendidos e inquietos ojos un papel que tomé por una comisión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, como había hecho el primer marinero que vi en la cala, palabras confusas y malhumoradas en una lengua extranjera, y, aunque estaba a mi lado, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y todos los que navegan en él están impregnados por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de un lado a otro como espectros de siglos sepultados; sus ojos reflejan un pensamiento ansioso e intranquilo, y cuando sus dedos se iluminan bajo el desolado resplandor de las linternas de combate, me siento como no me he sentido nunca, aunque durante toda mi vida me han interesado mucho las antigüedades y me quedé embelesado con las sombras de las columnas rotas de Baalbek, de Tadmor y de Persépolis, hasta que mi alma se convirtió en tina ruina.