Apenas había terminado mi trabajo, unas pisadas en la cala me obligaron a hacer uso del escondrijo. Desde mi refugio pude ver a un hombre que se movía con paso débil e inseguro. No pude verle la cara, pero observé su aspecto general. Se notaban las huellas de una edad muy avanzada y una gran debilidad. Le temblaban las rodillas bajo el peso de los años y todo su cuerpo parecía agobiado por la carga. Hablaba consigo, en voz baja y entrecortada, unas palabras en una lengua que no pude entender, y anduvo palpando en un rincón entre un sinnúmero de instrumentos extraños y viejas cartas de navegación. En su actitud había una extraña mezcla del malhumor de la segunda infancia y de la solemne dignidad de un dios. Por fin subió al puente y ya no volví a verlo.
Un sentimiento, para el cual no encuentro nombre, se ha apoderado de mi alma, una sensación que no admite análisis, que no explican las razones de tiempos pasados y me temo que no voy a encontrar la clave en el futuro. Para una mente así constituida, esta última consideración es un tormento. Jamás, sé que nunca conoceré la naturaleza de mis concepciones. Sin embargo, no hay que extrañarse de que estas concepciones sean indefinidas, ya que tienen su origen en fuentes completamente nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad se incorpora a mi alma.
Hace ya mucho que pisé por primera vez la cubierta de este terrible navío, y pienso que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. Hombres incomprensibles, envueltos en meditaciones de una especie que no puedo adivinar, pasan frente a mí sin percatarse de mi presencia. Ocultarme es una locura, pues esa gente no quiere ver. Apenas hace un instante que pasé delante de los ojos del contramaestre, y no hace mucho tiempo me atreví a entrar en el camarote privado del capitán y cogí los materiales con que escribo esto y lo anterior. De vez en cuando seguiré escribiendo este diario. Es verdad que igual no encuentro oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En última instancia meteré el manuscrito en una botella y la arrojaré al mar.
Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Todas estas cosas ocurren por la acción de un azar ingobernable? Me había atrevido a subir a la cubierta y estaba tumbado, sin llamar la atención, en un montón de flechastes y viejas velas en el fondo de un bote. Mientras pensaba en lo singular de midestino, iba pintarrajeando sin darme cuenta con una brocha embadurnada de brea los bordes de un ala de trinquete cuidadosamente doblada y colocada sobre un barril que había cerca. Ahora la vela está ya envergada y los toques irreflexivos de la brocha se despliegan formando la palabra, «descubrimiento».