Mientras hablaba, noté que un lúgubre y apagado resplandor rojizo fluía por los lados del enorme abismo donde nos habíamos hundido, arrojando un luz vacilante sobre cubierta. Levantando los ojos, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura terrorífica, por encima de nosotros, y al mismo borde de aquel precipicio de agua, flotaba un gigantesco buque de unas cuatro mil toneladas. Aunque en la cresta de una ola tan grande que le sobrepasaba cien veces por alto, su tamaño excedía al de cualquier buque de guerra o de la Compañía de Indias Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y opaco, y no tenía ni los mascarones ni los adornos de un navío. Por las portañolas abiertas asomaba una sola fila de cañones de bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban entre las jarcias. Pero lo que más me llenó de horror y asombro fue que el buque con rumbo a sotavento tenía todas las velas desplegadas en medio de aquel mar sobrenatural y aquel huracán ingobernable. Cuando lo descubrimos por primera vez sólo se distinguía su proa, mientras lentamente se elevaba desde el tenebroso y horrible golfo de donde venía. Durante un instante de intenso terror el barco se quedó parado sobre la vertiginosa cima, como si estuviera contemplando su propia grandeza. Luego tembló, vaciló y... se precipitó hacia abajo.
En aquel instante no sé qué repentino dominio se apoderó de mí. Tambaleando me situé tan a la popa como pude y esperé sin miedo la destrucción que nos iba a liquidar. Nuestro barco ya había dejado de luchar y se estaba hundiendo de proa. El choque de la masa descendente lo alcanzó en su estructura medio hundida, y como resultado inevitable me arrojó con irresistible violencia sobre las jarcias del buque desconocido.
En el momento de mi caída, el barco viró, y atribuí a la confusión reinante el hecho de que pasara inadvertido a los ojos de la tripulación. Me abrí camino, sin dificultad, hacia la escotilla principal, que estaba medio abierta, y pronto encontré la oportunidad de esconderme en la cala . No sabría decir por qué lo hice. Quizá se debiera al sentimiento de temor que desde el primer momento me inspiraron los tripulantes de aquel buque. No me atrevía a confiar en una gente que, después de la ojeada rápida que pude echar, me producía tanta extrañeza como duda y aprensión. Y por esto me pareció lo más adecuado buscar un escondrijo en la cala. Lo conseguí quitando unas tablas del armazón movible, y así me aseguré un sitio entre las enormes cuadernas del buque.