En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz
de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia.
Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón
gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama
está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de
felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo
tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.
-¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor?
-le pregunta muy quedo.
-¡Un poco mejor! -gime ella-. ¡Ya no tengo
espasmos; pero no puedo dormir!...
-¿Quieres que te cambie la compresa, ángel
mío?
Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento
en la faz, e inclina la cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo,
como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fría la
estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.
-¿Y tú, pobrecito, no has dormido? -gime,
tendiéndose de nuevo.
-¿Acaso podría yo dormir estando enferma mi
mujercita?
-Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. ¡Soy una mujer
tan nerviosa...! El doctor lo achaca al estómago; pero estoy segura de
que se engaña. No ha comprendido mi enfermedad. Son los nervios y no el
estómago, ¡te lo juro! Lo único que temo es que sobrevenga
alguna complicación...