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Una historia harto conocida, y no por eso indigna de contarse otra vez, es la de aquella hija del rey de Seiros, cuyos favores alcanzó el joven Aquiles. Ya la diosa vencedora de sus rivales en el monte Ida había mostrado su reconocimiento a Paris, que la designó como la más hermosa; ya de extraño reino había llegado la nuera al palacio de Príamo y los muros de Ilión encerraban a la esposa de Menelao; los príncipes griegos juraron vengar la afrenta del esposo, que si bien de uno solo, recaía por igual sobre todos. Aquiles ocultaba su sexo con rozagante vestidura de mujer, cosa torpe en verdad si no obedeciera a los ruegos de una madre. ¿Qué haces, nieto de Éaco? No es ocupación digna de ti el hilar la lana. Arribarás a la gloria siguiendo otra arte de Palas. No convienen los canastillos al brazo que ha de soportar el escudo. ¿Por qué sostienes la rueca con esa diestra que derribara un día la pujanza de Héctor? Arroja los husos que devanan el estambre laborioso, y empuña en tu recia mano la lanza de Pelias. Por acaso durmieron una noche en el mismo tálamo Aquiles y la real doncella, que descubrió con su estupro el sexo de quien la acompañaba. Ella, no cabe duda, cedió a fuerza mayor, así hemos de creerlo; pero tampoco sintió mucho que la fuerza saliese vencedora, pues cuando el joven apresuraba la partida, después de trocar la rueca por las armas, le dijo repetidas veces: «Quédate aquí.» ¿Dónde está la violencia? Deidamia, ¿por qué detienes con palabras cariñosas al autor de tu deshonra?

Si la mujer por un sentimiento de pudor no revela la primera su intención, se conforma a gusto con que el hombre inicie el ataque. Excesiva confianza pone en las gracias de su persona el mancebo que espera que la mujer se anticipe al ruego. Es él quien ha de comenzar, quien ha de dirigirle la palabra, expresando esas tiernas solicitudes que ella acogerá con agrado. Para obtener su aquiescencia, ruega; es lo único que ella exige; declárale el principio y la causa de tu inclinación. Júpiter se mostraba siempre rendido con las antiguas heroínas, y con todo su poder no consiguió que ninguna se le ofreciese primero. Mas si ves que tus rendimientos sólo sirven para hincharla de orgullo, desiste de tu pretensión y vuelve atrás los pasos. Muchas suspiran por el placer que huye y aborrecen al que se les brinda; insta con menos fervor y dejarás de parecerle importuno. No siempre han de delatar tus agasajos la esperanza del triunfo; en ocasiones conviene que el amor se insinúe disfrazado con el nombre de amistad. He visto más de una mujer intratable sucumbir a esta prueba, y al que antes era su amigo convertirse por fin en su amante.

Un cutis muy blanco no dice bien al marino, que lo debe tener tostado por las aguas salobres y los rayos del sol, y tampoco al labriego que sin descanso remueve la tierra a la intemperie con la reja o los pesados rastrillos; y sería vergonzoso que tu cuerpo resplandeciese de blancura persiguiendo con afán la corona del olivo. El amante ha de estar pálido; es el color que publica sus zozobras, y el que le cuadra, aunque muchos sigan diferente opinión. Con pálido rostro perseguía Orión por las selvas a Lirice, y pálido estaba Dafnis por los desvíos de una Náyade cruel. Que la demacración pregone las angustias que sufres, y no repares en cubrir con el velo de los enfermos tus hermosos cabellos. Las cuitas, la pena que nace de un sentimiento profundo y las noches pasadas en vela aniquilan el cuerpo de las jóvenes; para lograr tu intento has de convertirte en un ser digno de lástima, tal que quien te vea exclame al punto: «Está enamorado.»

¿Lamentaré la confusión que reina al apreciar lo justo y lo injusto, o más bien os la aconsejaré? La amistad, la buena fe, son entre nosotros nombres sin sentido. ¡Qué dolor!; es peligroso ensalzar a la que amas en presencia del amigo; como estime merecidas tus alaban zas, trata de quitártela. Mas Patroclo -dirás- no mancilló el lecho de Aquiles, y Fedra conservó su pudor al lado de Piritoo. Pílades amó castamente a Hermíone, como Febo a Palas, como los gemelos Cástor y Pólux a su hermana Helena. Si alguien espera hoy ejemplos semejantes, espere coger los frutos del tamariz y encontrar la miel en la corriente de un río. Nos atrae con fuerza la culpa; cada cual atiende a sus placeres, y le resultan más intensos gozándolos a costa de un desdichado. ¡Qué maldad!; no es al enemigo al que ha de temer el amante; guárdate de los que consideras adictos a tu persona, y vivirás seguro; desconfía del pariente, del hermano y del caro amigo, porque todos te infundirán graves sospechas.

Iba a terminar, pero como son tan varios los temperamentos de la mujer, hay mil diversas maneras de dominarla. No todas las tierras producen los mismos frutos: la una conviene a las vides, la otra a los olivos, la de más allá a los cereales. Las disposiciones del ánimo varían tanto como los rasgos fisonómicos; el que sabe vivir se acomoda a la variedad de los caracteres, y como Proteo, ya se convierte en un arroyo, fugitivo, ya en un león, un árbol o un cerdoso jabalí. Unos peces se cogen con el dardo, otros con el anzuelo, y los más yacen cautivos en las redes que les tiende el pescador. No uses el mismo estilo con mujeres de diferentes edades: la cierva cargada de años ve desde lejos los lazos peligrosos. Si pareces muy avisado a las novicias y atrevido a las gazmoñas, unas y otras desconfiarán de ti, poniéndose a la defensiva. De ahí que la que teme entregarse a un mozo digno, venga tal vez a caer en los brazos de un pelafustán.

He concluído una parte de mi trabajo, otra me queda por emprender: echemos aquí el áncora que sujete la nave.

 

 

 

 

 
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