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¡Oh Rómulo, tú fuiste el primero que alborotó los juegos escénicos con la violencia, cuando el rapto de las Sabinas regocijó a tus soldados, que carecían de mujeres! Entonces los toldos no pendían sobre el marmóreo teatro, ni enrojecía la escena el líquido azafrán; con el ramaje que brindaba la selva del Palatino, dispuesto sin arte, levantábase el rústico tablado; el pueblo se acomodaba en graderías hechas de césped, y el follaje cubría de cualquier modo las hirsutas cabezas. Cada cual, observando alrededor, señalaba con los ojos la joven que para sí codiciaba, y revolvía muchos proyectos a la callada en su pecho; y mientras el danzante, a los rudos sones de la zampoña toscana, golpea cadencioso tres veces el suelo con los pies, en medio de los aplausos, que entonces no se vendían, el rey da a su pueblo la señal de lanzarse sobre la presa. De súbito saltan de los asientos, y con clamores que delatan su intención, ponen las ávidas manos en las doncellas. Como la tímida turba de palomas huye las embestidas del águila, como la tierna cordera se espanta en presencia del lobo, así huyen, aterradas, de aquellos hombres sin ley que las acometen, y no hubo una sola que no reflejase la palidez en la cara. El espanto fué en todas igual, mas no se manifestó de la misma manera. Las unas se arrancan los cabellos, las otras pierden el sentido; éstas guardan un sombrío silencio, aquéllas llaman a sus madres; quiénes se lamentan, quiénes quedan embargadas de estupor, algunas permanecen inmóviles y no pocas se dan a la fuga. Las doncellas robadas, presa ofrecida al dios Genio, desaparecen de allí, y el temor multiplicó en muchas los naturales encantos. Si alguna se resiste tenaz a seguir al raptor, éste la coge en brazos, y estrechándola contra el ávido seno, la consuela con tales palabras: «¿Por qué enturbias con el llanto tus lindos ojos? Lo que tu padre es para tu madre, eso seré yo para ti.» Rómulo, tú fuiste el único que supo premiar a los soldados; si me concedes el mismo galardón, me alisto en tu milicia. Desde entonces sigue la costumbre en las funciones teatrales, y hoy todavía son un peligro para las hermosas.

No dejes tampoco de asistir a las carreras de los briosos corceles; el circo, donde se reúne público innumerable, ofrece grandes incentivos. Allí no te verás obligado a comunicar tus secretos con el lenguaje de los dedos, ni a espiar los gestos que descubran el oculto pensamiento de tu amada. Nadie te impedirá que te sientes junto a ella y que arrimes tu hombro al suyo todo lo posible; el corto espacio de que dispones te obliga forzosamente, y la 1ey del sitio te permite tocar a gusto su cuerpo codiciado. Luego buscas un pretexto cualquiera de conversación, y que tus primeras palabras traten de cosas generales. Con vivo interés pregúntale a quién pertenecen los caballos que van a correr, y sin vacilación toma el partido de aquel, sea el que fuere, que merezca su favor. Cuando se presenten las imágenes de marfil en la solemne procesión, aplaude con entusiasmo a la diosa Venus, tu soberana. Si por acaso el polvo se pega al vestido de la joven, apresúrate a quitárselo con los dedos, y aunque no le haya caído polvo ninguno, haz como que lo sacudes, y cualquier motivo te incite a mostrarte obsequioso. Si el manto le desciende hasta tocar el suelo, recógelo sin demora y quítale la tierra que lo mancha, que bien pronto recabarás el premio de tu servicio, pues con su consentimiento podrás deleitar los ojos al descubrir su torneada pierna. Además, observa si el que se sienta detrás de vosotros saca demasiado la rodilla y oprime su ebúrnea espalda. La menor distinción cautiva a un ánimo ligero. Fué útil a muchos colocar con presteza un cojín o agitar el aire con el abanico, y deslizar el escabel bajo unos pies delicados. El circo brinda estas ocasiones al amor naciente, como la arena del foro que entristecen las contiendas legales. Allí descendió a pelear mil veces el hijo de Venus, y el que contemplaba las heridas de otro, resultó herido también; y mientras habla, toca la mano del adversario, apuesta por un combatiente, y, depositada la fianza, pregunta quién salió victorioso, solloza al sentir el dardo que se le clava en el pecho, y, simple espectador del combate, viene a ser una de sus víctimas.

¿Qué espectáculo iguala en lo emocionante al simulacro de una batalla naval en la que César lanza las naves de Persia contra las de Atenas? Desde uno y otro mar acuden mozos y doncellas, y el orbe entero se da cita en Roma. Entre tanta muchedumbre, ¿quién no hallará la mujer de su predilección? ¡Ah, cuántos se dejaran abrasar por una hermosa extranjera! César se dispone a sojuzgar pronto lo que le falta del orbe, y pronto serán nuestros los últimos confines del Oriente. ¡Reino de los parthos, vas a sufrir rudo castigo¡ ¡Alborozaos, manes de Craso; estandartes que, a pesar vuestro, pasasteis a poder de los bárbaros, aquí está vuestro vengador, acreditado de insigne caudillo en los primeros encuentros, pues muy joven obtiene victorias no concedidas a la juventud! ¡Espíritus apocados, no preguntéis el día natal los dioses: el valor de los Césares se adelanta siempre a la edad, su genio soberano brilló desde los tiernos años, rebelde a los tardíos pasos del crecimiento! Hércules, de niño, ahogó con sus manos dos serpientes, y ya en la cuna se mostró digno vástago de Jove. ¡Tú, Baco, que seduces con tus gracias juveniles, cuán grande apareciste en la India, conquistada por tus tirsos victoriosos! Joven príncipe, combatirás alentado por los auspicios y el valor de tu padre, y gracias a los mismos reportarás la victoria; debes ilustrar con hazañas heroicas tu nombre glorioso, y si hoy eres el príncipe de la juventud, luego lo serás de la vejez. Hermano generoso, venga la injuria de tus hermanos; modelo de hijos, defiende los derechos de tu padre. Tu padre, que lo es también de la patria, te puso las armas en la mano; el enemigo arrebató con violencia el reino al autor de tus días, pero tus dardos serán sagrados, y las saetas de aquél sacrílegas; la justicia y la piedad combatirán bajo tus enseñas, y el partho, ya vencido por su mala causa, lo será asimismo por las armas, y mi joven héroe añadirá a las del Lacio las riquezas del Oriente. ¡Marte, que eres su padre, y tú, César, su padre también, prestad ayuda al guerrero, ya que uno de vosotros es dios, y el segundo lo será presto! Sí, te lo aseguro: vencerás; yo cantaré los versos ofrecidos a tu gloria, y tu nombre resonará en ellos con sublime acento. A punto de combatir, animarás las huestes con mis palabras, y ojalá no sean indignas de tu esfuerzo. Pintaré al partho fugitivo, el brío animoso de los romanos, y los dardos que lanza el enemigo, volviendo las riendas de su caballo. Partho, si huyes para vencer, ¿qué dejas a los vencidos? Al fin tu Marte te amedrenta con presagios funestos. Pronto lucirá el día en que tú, el más hermoso de los hombres, aparezcas resplandeciente en el carro de cuatro blancos corceles. Delante de ti caminarán los jefes enemigos con los cuellos cargados de cadenas, sin que puedan, como antes, buscar su salvación en la fuga; los jóvenes, al lado de las doncellas, contemplarán regocijados el espectáculo, y este día feliz ensanchará todos los corazones. Entonces, si alguna muchacha te pregunta los nombres de los vencidos reyes, y cuáles son las tierras, los montes y los ríos de las imágenes conducidas en triunfo, responde a todo, aunque no seas interrogado, y afirma lo que no sabes como si lo supieses perfectamente. Esa imágen con las sienes ceñidas de cañas es el Éufrates; la que sigue, de azulada cabellera, el Tigris; aquélla, la de Armenia; ésta representa la Persia, donde nació el hijo de Dánae; estotra, una ciudad situada en los valles de Aquemenia; aquél y el de más allá son generales; de algunos dirás los nombres verdaderos, si los conoces, y si no, los que puedan convenirles.

 
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de Ovidio

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