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Las mesas de los festines brindan suma facilidad para introducirse en el ánimo de las bellas, y proporcionan además de los vinos otras delicias. Allí, con frecuencia, el Amor de purpúreas mejillas sujeta con sus tiernos brazos la altiva cabeza de Baco; cuando el vino llega a empapar las alas de Cupido, éste queda inmóvil y como encadenado en su puesto; mas en seguida el dios sacude las húmedas alas, y entonces, ¡desgraciado del corazón que baña en su rocío! El vino predispone los ánimos a inflamarse enardecidos, ahuyenta la tristeza y la disipa con frecuentes libaciones. Entonces reina la alegría; el pobre, entonces, se cree poderoso, y entonces el dolor y los tristes cuidados desaparecen de su rugosa frente; entonces descubre sus secretos, ingenuidad bien rara en nuestro siglo, porque el dios es enemigo de la reserva. Allí, muy a menudo, las jóvenes dominan al albedrío de los mancebos: Venus, en los festines, es el fuego dentro del fuego.

No creas demasiado en la luz engañosa de las lámparas; la noche y el vino extravían el juicio sobre la belleza. Paris contempló las diosas desnudas a la luz del sol que resplandecía en el cielo, cuando dijo a Venus: «Venus, vences a tus. competidoras.» La noche oculta las macas, disimula los defectos, y entre las sombras cualquiera nos parece hermosa. Examina a la luz del día los brillantes, los trajes de púrpura, la frescura de la tez y las gracias del cuerpo. ¿Habré de enumerar todas las reuniones femeninas en que se sorprende la caza? Antes contaría las arenas del mar. ¿A qué citar Bayas, que cubre de velas sus litorales y cuyas cálidas aguas humean con vapores sulfurosos? Los que salen de allí con el dardo mortal en el pecho dicen de ellas: «Estas aguas no son tan saludables como publica la fama.» Contempla el ara de Diana en medio del bosque próximo a nuestros muros y el reino conquistado por el acero de una mano criminal; aunque la diosa es virgen y odia las flechas de Cupido, ¡cuántas heridas causa a su pueblo y cuántas causará todavía!

Hasta aquí mi Musa, exponiendo sus advertencias en versos desiguales, te advirtió dónde encontrarías una amada y dónde has de tender tus redes; ahora te enseñará los hábiles recursos que necesitas poner en juego para vencer a la que te seduzca. Quienesquiera que seáis, de esta o de la otra tierra, prestadme todos dócil atención, y tú, pueblo, oye mi palabra, pues me dispongo a cumplir lo prometido. Primeramente has de abrigar la certeza de que todas pueden ser conquistadas, y las conquistarás preparando astuto las redes. Antes cesarán de cantar los pájaros en primavera, en estío las cigarras y el perro del Ménalo huirá asustado de la liebre, antes que una joven rechace las solícitas pretensiones de su amador: hasta aquella que juzgues más difícil se rendirá a la postre; los hurtos de Venus son tan dulces al mancebo como a la doncella; el uno los oculta mal, la otra cela mejor sus deseos. Conviene a los varones no precipitarse en el ruego, y que la mujer, ya de antemano vencida, haga el papel de suplicante. En los frescos pastos la vaca llama con sus mugidos al toro y la yegua relincha a la aproximación del caballo. Entre nosotros el apetito se desborda menos furioso y la llama que nos enciende no traspasa los límites de la naturaleza. ¿Hablaré de Biblis, que concibió por su hermano un amor incestuoso, expiado valerosamente echándose un lazo al cuello? Mirra amó a su padre, no como debía amarle una hija, y convertida en árbol, oculta bajo la corteza su crimen y hoy nos sirven de perfumes las lágrimas que destila el tronco oloroso que aun lleva su nombre. Pacía en los opacos valles del frondoso Ida un toro blanco, gloria del rebaño, señalado por leve mancha negra en la frente; era la única, pues el resto de su cuerpo igualaba la blancura de la leche. Las terneras ardientes de Gnosia y Cidón desearon sostenerlo sobre sus espaldas, y la adúltera Pasifae, que se regocijaba con la ilusión de poseerlo, concibió un odio mortal contra las que consideraba más hermosas. Cuento hechos harto conocidos. Creta, la de las cien ciudades, y nada escrupulosa en mentir, no osará negarlo. Dícese que ella misma cortaba con poca habilidad las hojas recientes de los árboles y las tiernas hierbas de los prados, ofreciéndoselas al toro; ella seguía al rebaño sin que la contuviese el temor de su esposo, y Minos quedó vencido por el cornudo animal. ¿De qué te sirve, Pasifae, ponerte preciosas vestiduras, si tu adúltero amante desconoce el valor de esas riquezas? ¿De qué el espejo que llevas en tus excursiones por las montañas y para qué, necia, cuidas tanto el peinar tus cabellos? Mírate en ese espejo, y te convencerás de no ser una ternera; mas ¿con qué ardor no desearías que te naciesen los cuernos en la frente? Si aun quieres a Minos, renuncia a torpes ayuntamientos, y si pretendes engañar a tu esposo, engáñale con un hombre. Pero la reina, abandonando su tálamo, vaga errante por montes y selvas como la Bacante soliviantada por el dios de Aonia. ¡Ah!, ¡cuántas veces distinguía a una vaca con ceño iracundo y exclamaba!: «¿Por qué ésta agrada a mi dueño? Mira cómo retoza en su presencia sobre la fresca hierba. Sin duda cree en su imbecilidad estar así más bella. Dice, y al momento ordena separar a la inocente del rebaño y someter su cerviz al pesado yugo, o la obliga a caer ante el ara del sacrificio, como víctima, y alegre recoge en sus manos las entrañas de una rival. Muchas veces aplacó a los númenes con tan cruentos espectáculos y apostrofaba así las carnes palpitantes: «Ea, id a cautivar al que amo. Ya deseaba convertirse en Europa, ya en la ninfa Io; en ésta porque se transformó en vaca, en la otra porque fue arrebatada sobre la espalda de un toro. El jefe del rebaño se juntó con Pasifae engañado por el cuerpo de una vaca de madera, y el fruto de esta unión descubrió la naturaleza del padre.

Si la otra Cretense hubiera resistido las persecuciones de Tiestes, ¡oh, qué difícil es a la mujer agradar a un sólo varón! Febo no habría detenido su carro y sus corceles en mitad del camino, revolviéndolos hacia las puertas de la Aurora. La hija de Niso, por haberle robado sus purpúreos cabellos, cayó desde la popa de un navío y convirtióse en ave. Agamenón, que desafió victorioso los peligros de Marte en la tierra y las borrascas de Neptuno en el piélago, vino a perecer víctima de su adúltera esposa. ¿Quién, no ha llorado la suerte de Creusa de Corinto y no ha maldecido a la inicua madre bañada en la sangre de sus hijos? Fénix, la de Amintor, vertió torrentes de lágrimas por sus órbitas privadas de luz, y los caballos espantados destrozaron al infeliz Hipólito. Fíneo, ¿por qué saltas los ojos de tus inocentes hijos? ¡Ay!, tan horrendo castigo caerá un día sobre tu cabeza. Tales crímenes hizo cometer la liviandad femenina, más ardiente que la nuestra y con más furor en sus arrebatos.

 
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