Cuando Luciano de Hem vio su último billete de cien
francos arrastrado por el rastrillo del banquero, y cuando se levantó de
la mesa de ruleta, donde acababa de perder los restos de su pequeña
fortuna, reunidos por él para aquella suprema batalla, sintió una
especie de vértigo, y creyó que iba a caer.
Con la cabeza turbada, y las piernas vacilantes, fue a
arrojarse sobre el ancho banco de cuero que rodeaba la mesa de juego. Durante
algunos minutos miró vagamente el garito clandestino en que había
dilapidado los mejores años de su juventud, reconoció las
estragadas cabezas de los jugadores, crudamente iluminadas por las tres grandes
lámparas de pantalla, escuchó el ligero roce del oro sobre el
tapete, pensó que estaba arruinado, perdido, recordó que
tenía en su casa, en un cajón de la cómoda, las pistolas de
ordenanza que su padre, el general de Hem, simple capitán entonces,
había usado tan bien en el ataque de Zaatcha, y luego, rendido de fatiga,
se durmió con sueño profundo.
Cuando se despertó con la boca amarga, vio con una
mirada dirigida al reloj, que había dormido apenas media hora, y
sintió imperiosa necesidad de respirar el aire de la noche. Los minuteros
señalaban las doce menos cuarto. Mientras se levantaba estirando los
brazos, Luciano recordó que era víspera de Navidad, y por un juego
irónico de la memoria vióse de repente tal como era en la primera
infancia, y poniendo, antes de acostarse, los zapatos en la chimenea.