En aquel momento, el viejo Dronski, columna del garito, el
polaco clásico, de gabán raído, adornado con alamares y
bellotas, se acercó a Luciano y murmuró algunas palabras entre su
sucia barba gris:
-Tenga usted la bondad de prestarme una moneda de cinco
francos, caballero. Hace ya dos días que no me muevo de aquí, y en
esos dos días no ha salido el diez y siete... Búrlese usted de
mí, si le parece, pero, daría un ojo de la cara si dentro de un
momento, al dar las doce, no sale ese número.
Luciano de Hem se encogió de hombros; no tenía en
el bolsillo ni con qué pagar ese impuesto que los frecuentadores del club
llamaban «los cien sueldos del polaco».
Pasó a la antesala, se puso el sombrero y el abrigo, y
bajó la escalera con agilidad febril.
Durante las cuatro horas que pasara encerrado en el garito, la
nieve había caído con abundancia, y la calle, una calle del centro
de París, bastante estrecha, y edificada con altas casas, estaba
completamente blanca. En el cielo tranquilo, de un azul negro, titilaban las
frías estrellas.