Había recuperado en una docena de golpes, los pocos
billetes de mil francos, su último recurso, que perdiera al principio de
la velada. Y ya, apuntando de a dos, de a trescientos francos, servido por su
suerte fantástica, iba a ganar muy pronto, y con creces el capital
hereditario que había malgastado en pocos años. Estaba a punto de
reconstituir su fortuna.
Con el apresuramiento de ponerse a jugar, no se había
quitado el pesado abrigo; había llenado sus grandes bolsillos de fajos de
billetes de banco y de rollos de monedas de oro, y no sabiendo ya dónde
amontonar su ganancia, iba llenando de papeles los bolsillos interiores y
exteriores de la levita, del chaleco y del pantalón, la cigarrera, el
pañuelo, todo cuanto podía servir de recipiente.
¡Y seguía jugando, y seguía ganando como un
furioso, como un ebrio y arrojaba puñados de luises sobre el tablero, al
azar, con un ademán de certidumbre y de desdén!..
Pero tenía algo como un hierro candente en el
corazón, sólo pensaba en la pequeña mendiga, dormida en la
nieve, en la niña a quien había robado.
¡Todavía está en el mismo sitio!
¡Seguramente debe estar todavía!.. ¡Enseguida, sí, en
cuanto dé la una... lo juro y... saldré de aquí...
iré a tomarla, dormida, en brazos, la llevaré a casa, la
acostaré en mi cama... Y la educaré... y la dotaré, la
querré como si fuera mi hija... la cuidaré siempre, siempre!