Luego, corriendo a más no poder, volvió a la casa
de juego, trepó la escalera de cuatro en cuatro, abrió de un
puñetazo la mampara de la sala maldita, y entró en el momento
preciso en que el reloj daba la primera campanada de media noche, tiró la
moneda de oro sobre el tapete verde, y gritó:
-¡En pleno al diez y siete!
El diez y siete ganó.
De un manotón Luciano empujó los treinta y seis
luises a la colorada.
La colorada ganó.
Dejó los setenta y dos luises en el mismo color. La
colorada volvió a salir.
Volvió a hacer el paroli dos, tres veces, siempre con la
misma suerte. Ya tenía delante un montón de oro y de billetes, y
se puso a sembrar el tapete como un loco. La docena, la columna, el
número, todas las combinaciones le salían bien. Aquello era una
suerte inaudita, sobrenatural. Hubiérase dicho que la pequeña
bolilla de marfil, saltando en las casillas de la ruleta, estaba magnetizada,
fascinada por los ojos de aquel jugador, y que le obedecía.