-¿Saben ustedes dónde está mi fuerza? En que se me da un bledo
de lo convenido. ¿Delacroix?... ¡Pst! Le faltaba dibujo. ¿Ingres?...
¡Pst! Le faltaba color. ¿Théodore Rousseau y Millet?... ¡Pst! Campesinos. En
cuanto a ese señor Jean Paul Laurens que han inventado hace poco
tiempo, no es sino un aficionado.
Nada puede dar idea del desprecio profundo con el cual Claudio
pronunciaba sus juicios. Los espíritus vulgares prestan crédito a locos
de esa especie. El recaudador de contribuciones creyó ver varias veces a
Edith escuchar atentamente las teorías ridículas del artista fracasado. El
infeliz se equivocaba: Edith pensaba en otras cosas; su atención no era sino una
indiferencia sostenida. Como él mismo, suspiraba en secreto por la
hermosa heredera, descubrió en Claudio un rival, y un rival afortunado. Tanto,
que un buen día todo Tarn y Garona pudo leer en el diario del departamento,
entre la sección mercados y las cotizaciones de semillas oleaginosas,
una composición poética titulada ¡¡¡A ELLA!!! con tres puntos de admiración.
El recaudador cantaba, en ella, su martirio. ¡Poder de la poesía! Bastó eso para
que algunos creyeran en la fortuna del artista.
Verdad que la mayoría estaba en favor del gentilhombre.
Arruinado desde hacía tiempo, Luis de Montjoye heredó a los treinta y ocho años
el nombre y la fortuna de un tío materno. Como era forzoso aceptar toda la
herencia o rechazarla por entero, desde hacía quince meses, el último de los
Montjoye se llamaba el señor de Bruniquel. El gentilhombre aplicó con espíritu
práctico el medio millón que acababa de caerle en suerte. Con los dos tercios
pagó sus deudas; con lo que sobraba se creó 12,000 francos de renta vitalicia,
lo bastante para hacer buena figura en provincia. Antes de la herencia vivía en
París, llevando la existencia de las personas ricas y despreocupadas. Se
conservaba bien, como se suele decir. Sus muchos amoríos le habían fatigado sin
envilecerlo. Por cierto que, cuando se estableció en Montauban, su exquisita
elegancia trastornó más de un corazón provinciano; pero él no se dignó darse por
entendido. Amaba a Edith y quería casarse con ella. Poseía, por otra parte, un
aliado seguro en la plaza: Cesarina. La solterona estaba encantada con ese buen
mozo afortunado que había sabido seguir siendo un hombre de honor.
-Deje usted que griten y hagan cuanto quieran -le dijo una vez
que se paseaban por la avenida de las Acacias.- Usted se ha de casar con mi
sobrina. Ella será feliz con usted. ¡Usted es tan romántico! No dudará usted de
que yo conozco a Edith, ya que la he educado según mis ideas.
-Sin embargo, mi querida señorita, hace tres meses que la
festejo con tesón...