Edith se sentó al piano. Por eso no vio su tía que se
ruborizaba cuando Godefroy, antes de obedecer al deseo de su hermana, dijo
tomando su sombrero:
-Tengo ganas de irme hasta el fin de la calle Ingres. Quiero
saber qué es del capitán Daniel: hace una semana que no lo vemos.
El capitán Daniel estaba en Montauban hacía cinco meses. Había
llegado con un regimiento de artillería que debía permanecer de guarnición en la
ciudad. Sus camaradas lo estimaban mucho. Como había salido de la escuela con
las clasificaciones más altas, hubiera podido elegir cualquier empleo civil;
prefirió las charreteras. En sus ratos de ocio, se le formó una afición muy
acentuada por la historia natural. Le preocupaban las teorías de Darwin.
Presentó a la Academia de ciencias una memoria, que fue muy apreciada, sobre la
Herencia de los seres, en la que defiende las teorías del naturalista
inglés. Se sabía que era rico, y aunque nunca había revelado sus negocios a
nadie, se le atribuía una fortuna de un millón de francos. Además, su tía, única
parienta que le quedara, había de legarle otro tanto. Vivía con sencillez, por
gusto, no por avaricia. Nunca un camarada en apuros había acudido en vano a
Daniel. Ese muchacho de veinticinco años, agradaba a primera vista por su
fisonomía abierta. No era frío ni brusco, como aseguraba Cesarina; pero no se
podía negar que llevaba hasta el extremo su reserva. Nunca se hubiera
dicho al verle: ¡Qué lindo hombre!; pero era imposible no reparar su semblante
pálido, algo pensativo y atristado, y encuadrado por renegridos cabellos. Sus
ojos grises llameaban; adivinábase que era el mismo hombre que, por una
acción heroica, logró la cruz a los veinte años. ¿Había un misterio en su vida?
Tal vez. Algunos de sus camaradas parecían conocerlo, y lo querían a Daniel por
eso mismo.
En tales condiciones, un joven debía producir cierta sensación
en una ciudad pequeña y de espíritu práctico como Montauban. Las madres de
familia lo miraban con interés. Las casas donde había una muchacha casadera se
lo disputaban. El se hacía el zonzo, y pretextando sus trabajos se
contentaba con declinar cortésmente las invitaciones que le llegaban.
El señor Godefroy lo conoció en una comida que daba el general
de la división.