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Acaso tuvo Cesarina un pequeño disgusto al ver tan razonable al hombre ideal que ella suponía tan romántico pero pronto se repuso. La buena señorita estaba demasiado aferrada a sus ilusiones para despojarse de ellas fácilmente. Se quedó convencida de que el gentilhombre hablaba con tanto juicio sólo para tranquilizarla.

-Bueno -dijo;- hablaré esta noche con Edith. Véngase a comer con nosotros. Estará usted preparado para conocer el resultado.

El señor de Bruniquel acompañó a Cesarina hasta la casa de la calle Corail, donde pasaba una escena de otro género. Cuando la solterona entró al salón, encontró a su hermano que jugaba una partida de ajedrez con Bonchamp.

-¡No nos interrumpas! ?dijo;- estamos en un momento crítico.

Cesarina se sacó el sombrero y se sentó junto a la mesa pensando menos en el chaquete que en su conversación con el señor de Bruniquel. Durante diez minutos, no se oyó más que el ruido de los dados sobre la tabla y los términos de juego pronunciados por los adversarios: Una partida y dos puntos... cuaterno... juego... me retiro... quina... términos extraños, sólo comprendidos por los iniciados y que irritan a los adversarios. Por último, Godefroy arrojó su cubilete, de mal humor:

-¡No quiero jugar más con Bonchamp! Tiene una suerte insolente.

-¿Jugamos otro?

-No, no. Además, he comprado esta mañana una pieza para mi museo de arqueología; apenas tengo tiempo de rotularla y clasificarla antes de la comida.

Debo decir, antes de pasar adelante, en qué consistía ese famoso museo de que hablaba toda la sociedad. El excelente señor Godefroy se imaginó un buen día que era un anticuario de primer orden. Empezó, entonces, a comprar cuanto se le ofrecía. Los campesinos socarrones del Mediodía se aprovecharon. Llevaron al buen hombre fierros inverosímiles, cerámicas rajadas y vasijas melladas, a los cuales atribuía, en seguida, orígenes fabulosos. Cuando se esparció la noticia de esta manía inocente pero ridícula, la gente empezó por reírse de Godefroy. Este dejó que siguieran los comentarios y continuó recogiendo devotamente todos los fierros enmohecidos y todas las antiguallas del departamento. Experimentaba una alegría pura rotulando y clasificando esas pretendidas piezas arqueológicas. Por la mañana, buscaba o compraba; por la tarde clasificaba; por la noche, rotulaba. Bonchamp no dejaba de bromear a su amigo.

 
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El hijo de Coralía de Alberto Délpit   El hijo de Coralía
de Alberto Délpit

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