-¡Pronto! Cesarina, dale alguna cosa de beber a este buen
militar, mientras yo contesto a esta carta del capitán Daniel, que acaba de
traerme.
Y lentamente, sosegadamente, como un hombre que se place en
saborear su triunfo, leyó en alta voz: «Mi estimado señor: He pasado toda la
semana en casa de mi tía, la señora Dubois, que vive en el pueblo de
Vic-sur-Cère, en el Cantal. Antes de presentarme en la calle Corail, le ruego
que tenga a bien indicarme el día y la hora ... »
El anticuario se aprontaba a unir el comentario a la lectura;
pero no se lo permitió la presencia de Edith. Miró al soldado que contemplaba la
escena con aire bonachón e indiferente. En cuanto a Cesarina, estaba
completamente atolondrada: un poco más y hubiera tratado de bruja a su
sobrina.
-No, quédate, Cesarina -prosiguió Godefroy;- tú, Edith, lleva a
ese muchacho a que tome algo...
Edith obedeció. Apenas hubo salido, el anticuario hizo señas a
Bonchamp de que se acercara; luego, como si hubiera sentido que no era correcto
dejar ver su alegría, tomó el aire importante de un hombre que va a hacer una
revelación. Volvió a leer la carta del capitán, la plegó con cuidado y cuando el
notario entró al salón, dijo:
-Mis queridos amigos: no puedo desear más de lo que tengo.
Han de saber ustedes que en estos últimos dos meses, la arqueología no ha
absorbido todo mi tiempo. Acariciaba un proyecto que, a Dios gracias, se va a
realizar. Ya saben ustedes cuánto me preocupaba dar un estado a Edith. Hasta
ahora, la muchacha rehusaba todos los partidos que yo le ofrecía. Hoy...
Se interrumpió, saboreando de antemano la sorpresa de su
hermana y de su amigo.
-¿No se extrañan de ver que el capitán pide, con toda gravedad,
permiso para hacer una visita, en lugar de presentarse como de costumbre?
-No -contestó Bonchamp con mucha tranquilidad.- Quiere pedirte
la mano de tu hija; se la darás, y harás muy bien.