Edith volvió a sonreír. Besó con ternura a su tía, y en un tono
suave pero firme, en el cual se sentía una decisión hecha, dijo:
-Mi querida tía: mi ideal no es el tuyo. Me he jurado no
casarme sino con el hombre a quien quiera, y no quiero al señor de
Bruniquel.
-¡Pobre hombre! ¡Y yo que lo protejo!
-Dejarás de protegerlo ahora, nada más.
Cesarina estaba cada vez más desconcertada. La precisión de las
respuestas de Edith desbarataba todo su plan de batalla. Se había preparado para
actitudes vacilantes, dilatorias. Todo lo contrario: la muchacha contestaba
francamente y sin ambages.
-Bueno, vamos a ver, tómame de confidente. Ya sabes que no
liaré sino lo que tú desees. Si no quieres al señor de Bruniquel es porque
quieres a otro.
Edith fijó en su tía sus ojos claros y dijo tranquilamente:
-Sí.
-¡Quieres a alguien y yo no lo sabía!
-Nunca me lo habías preguntado.
Cesarina se golpeó la frente, como si le hubiera venido una
idea de repente:
-¿Del capitán Daniel es de quien estás enamorada? ¿Sí? ¡Pero es
una locura! ¿Quién iba a sospechar semejante aberración?
Bruniquel tenía razón. Nunca hubiera sospechado que te
enamoraras de ese muchacho frío, echado para atrás, y que no tiene nada de
romántico. Seguramente que un hombre como ése no ha tenido una sola
aventura.
-Mejor, si yo soy la primera de su vida.