Entre las ocho y nueve de la mañana pusimos en funcionamiento la pequeña tetera, es decir derretimos un puñado de nieve, agregamos hojitas de té y algunos trozos de pan petrificado y lo deglutimos. Ese fue el único alimento ingerido por mí durante Veinticuatro horas y no tuve sensación de hambre. Más extraña aún resultaba la ausencia de sed en aquella atmósfera por demás seca. Sin embargo, las mucosas estaban tan irritadas que al tratar de beber un trago de cognac, sentí un agudo dolor en la garganta. El vino cocido que llevaban consigo los dos chilenos también le causaba repugnancia, si bien no experimentaba sensación de náuseas.
A las diez, Vicente Pereira se tendió definitivamente. Se había quejado repetidas veces de dolores en los pies, pero no le prestamos mayor atención. Entonces, declaró con calmada energía que no seguiría adelante. En verdad, se le habían congelado los dos pies. Quedó inútil para ese día y el resto del viaje.
Esto ocurrió a una altura de 6.200 m. Jiliberto y yo continuamos la marcha solos. Nada cambió en el carácter de la ascensión.
Siempre la misma e inmensa monotonía. El mundo se me antojaba constituido por una sola y dilatada ladera. Mirando hacia atrás y a la derecha se dominaba un vasto mar de montañas, del cual emergían sólo dos elevaciones en dirección al norte. Evidentemente, pertenecían a la cadena de Ramada. El paisaje mostraba poca nieve y tampoco comprobé la existencia de glaciares. El pico del Aconcagua ya no era visible.
Escalábamos la mayoría de las veces sobre escombros, y rara vez sobre roca firme, con viento moderado y frío soportable, con escasas dificultades del terreno y creciente tormento. Nos asemejábamos pues más a resignados penitentes que a titanes.
La lentitud de nuestro avance no podía dejar más de desear, las pausas eran muy frecuentes y por cierto descansábamos tanto como lo que marchábamos. Nuestra respiración se hizo entrecortada y aun al permanecer sentado debía jadear. Si no lo hacía, si dejaba trabajar los pulmones en forma más calmosa, se presentaba un estado asmático. Era mejor tenderse de largo y mantener la boca cerca de la nieve, pues el aire tenía así más humedad; es muy probable que el aire fino y seco de altura ejerza una influencia más perniciosa sobre el organismo que el aire húmedo. El uso de un pequeño frasco de sales inglesas me proporcionaba un alivio momentáneo. Un amigo con el cual había estado seis meses atrás en el Monte Cervino y realizado -,,¡ajes al Himalaya, don Giulio Grazioli, me lo había regalado cuando nos separamos en Londres.
A las once de la mañana escribí en ni¡ cuaderno de notas: sabemos cómo terminaremos-, y Jiliberto se quejó: -Mis piernas me duelen mucho-. Hubiera podido decirle lo mismo de las mías, pues el efecto del aire enrarecido se hace sentir precisamente en el dolor de los miembros y un cansancio extenuante. A las once y media volvió a aparecer la cumbre del Aconcagua y de pronto divise por primera vez con claridad el camino que conduce a ella.