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Hasta el momento de llegar a la base del Aconcagua, me asistían todos los motivos para estar satisfecho con los dos chilenos. Treparon por el corredor de cascajos con unos bríos que ponía fuera de dudas su buena voluntad y su buena fe. Cruzaron el gran ventisquero con una naturalidad y destreza que me causó franca alegría. Allí no soplaban los vientos aún y por lo tanto el frío no se hacía sentir dolorosamente. Los pulmones tampoco estaban obligados a una esfuerzo muy grande. Pero tan pronto dejamos atrás el ventisquero la cosa cambió. Los recios vientos del Aconcagua soplaban allá arriba con violencia y el frío nos penetraba hasta las carnes a través de la ropa, Además, la empinada pendiente, sobre todo en la zona de la base, nos obligaba a redoblar los esfuerzos para ascender. El viento sopló con más violencia, la temperatura descendió y con ella se disipó el coraje de los hombres. Alrededor de las cinco o seis de la mañana -aún era de noche- quisieron regresar pues aseguraron que los tres moriríamos congelados. Examiné el termómetro y registraba 100 C., posiblemente hiciera más frío pues no había agitado suficientemente el instrumento debido a que mis manos entumecidas y torpes no aferraban con firmeza el cordón al cual iba atado.

Jiliberto y Vicente se echaron al suelo en medio de una formación de pintorescas peñas de conglomerado de arenisca gris. De este modo, quedaron más a merced del frío y también de esa temerosa inquietud que asalta cuando nos abandonamos a la calma física en una situación adversa. Fue necesario apelar a largos argumentos persuasivos pata forzarlos a continuar la marcha, pero el efecto fue de corta duración y la estratagema volvió a repetirse. Todo esto obraba sobre mí como un veneno, pues los diálogos en castellano me costaban además del esfuerzo mental, la pérdida de una parte de mi vigor físico a una altura en que la actividad pulmonar ya es bastante aguda, y la creciente desconfianza, la idea de no poder contar con ayuda humana alguna, gravitaban sobre mí como un peso corporal. Ese era el estado de cosas cuando habíamos escalado sólo 400 de los 1.900 metros.

Di cuerda a los relojes y seguimos trepando con fatal irregularidad. El frío nos castigaba despiadadamente. En particular, me acosaba el miedo de que se me helara la nariz. Por momentos trataba de protegerla con la mano enfundada en una manopla de lana y calcetines, pero enseguida cejaba en mi intento porque el brazo se me cansaba demasiado y dejaba al cuidado del buen Dios aquella pobre porción desvalida de mi cuerpo.

Por fin salió el sol y con él llegó el ansiado día. También amainó el viento. Por lo demás, aun cuando soplaba con toda su violencia, nunca fue tan intenso como el que reinaba en el Maipo.

La vista del paisaje nos hacía pensar que estábamos ya a considerable altura. Mirando hacia abajo lográbamos ver más allá de la cadena de los Penitentes. La cresta nornoroeste cobraba más y más el aspecto de un canto trunco, a lo largo del cual el plano del techo del Aconcagua se desvía y toma otra dirección. En consecuencia, nuestro escalamiento tenía menos el carácter de una caminata por una cresta que por una ladera.

 
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Intento de escalar el Aconcagua de Paul Güssfeldt   Intento de escalar el Aconcagua
de Paul Güssfeldt

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