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Viadarma permanecía inmóvil delante de él, esperando su decisión.

-Sahib -le dijo con una entonación que tendía a enternecerle,- ¿no aceptarás mis humildes servicios?

-Sí, quédate -contestó el viajero con un movimiento de hombros que aventó sus dudas y sus vanidades,- nos marcharemos mañana por la mañana si logro ver al maldito residente.

¡Maldito residente, y ni siquiera de vista le conocía el viajero, y mucho menos por su fama! ¿Era viejo o joven el tal residente? ¿Padre o marido?... No ahondaba tanto el viajero. Podía alegar en disculpa suya que, aquel caballero le condenaba a perder una noche y una mañana en Secanderabad, en donde no había nada que ver. Y, aunque hubiera podido visitar el templo y contemplar la nariz del dios Ganesa, que tiene tres ojos y una trompa de elefante en la boca, o el sepulcro de Aureg Zeb, el gran emperador de los mogoles, no era ésta una razón para detenerse y para que el señor residente le obligase a ello, con sus horas de oficina. Nuestro viajero se había propuesto llegar hasta Haiderabad, y hasta un poco más allá... para hacer una visita... para cumplir una antigua promesa. Ahora bien: convenid conmigo en que cuando uno ha prometido visitar a una persona y el punto a que se dirige está algo retirado, entre los 17 y los 18 de latitud Norte y los 76 y 77 de longitud del meridiano de París, le es muy lícito consumirse de impaciencia en Secanderabad.

Viadarma recordó que el Sahib no estaba precisamente de buen humor, y después de inclinarse profundamente, se retiró para dirigirse a su cuarto, mucho más humilde que el del viajero. El infeliz se echaba a dormir junto a sus bueyes después de comerse un plato de arroz, que constituye el único alimento de los pobres indios, de los indios que comen, naturalmente.

Apenas se había marchado, cuando tuvo que volver.

Sahib!

-¿Qué hay? -gritó el viajero, impaciente.

-Indra te ayude, mi amo; aquí está un criado de la Residencia que seguramente te traerá alguna buena noticia.

 
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