-Y aun lo está -replicó Viadarma, encaramándose en la lanza de
la carreta para dar una amable muestra de su presencia a los dos cebúes;
-todavía nos quedan dos horas de camino.
La amable muestra no era un fustazo ni un pinchazo, como
pudiera imaginarse. Viadarma acomodándose a la costumbre de su país, asía las
colas de los pobres animales y las retorcía ligeramente entre los dedos. El cebú
tiene una gran sensibilidad en este apéndice, y cuando se le gasta tan pesada
broma es capaz hasta de salir al galope, como cualquier borriquillo al que se lo
propinase una buena rociada de palos.
Mientras los dos cornúpetas aceleraban el paso de esta manera y
por la razón dicha, aquel a quien Viadarma había saludado con el nombre de
Sahib, miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde.
-Llegaremos de día -dijo,- ¡menos mal!
El resto del camino lo recorrieron en silencio; en silencio los
dos bípedos, naturalmente. En cuanto a los cuadrúpedos, galopaban por el camino
haciendo chirriar la carreta y zarandeando las maletas juntamente con su dueño,
que había sacado del bolsillo su álbum para tomar algunos apuntes, pero que se
vio obligado a desistir y a tomar en lugar del álbum un número del Times
para leer los anuncios.
El texto del periódico lo había leído ya, parte en el
ferrocarril de Bombay al Sciolapur y parte en los dos primeros días de aquel
gratísimo viaje hecho en compañía de Viadarma y de sus fogosos bueyes.
Secanderabad, adonde llegó poco antes de las seis, era el
cantón del destacamento inglés encargado de proteger la persona del Nizam y
vigilar al mismo tiempo al gobierno. Nuestro viajero pensaba pernoctar allí,
pero ante todo le urgía ir al palacio del residente británico y obtener una
carta de recomendación, no sólo necesaria para ser recibido por el Nizam y su
ministro, sino para entrar en el distrito de Haiderabad, meta de su
peregrinación mucho más caprichosa que científica.
Por lo cual, se detuvo en el bungalow lo preciso para
elegir habitación y encargar su comida y se hizo conducir por el bégari
Vidarma al palacio de la Residencia que distaba cosa de una milla. El paisaje
era soberbio. La carreta recorría su camino ancho, elevado y recto, malecón
seguido de un vasto lago artificial, el Husseim Sagar, cuyo espejo de un azul
intenso entre el verde de los campos circundantes, contrastaba alegremente con
el ciento de millas de llanura árida y misérrima recorrido por nuestro
viajero.