El viajero contuvo una interjección pronto a escapársele y dio
dos pasos hacia la puerta para recibir al criado. Era éste el cangrejo cocido,
más cocido que de costumbre, porque a lo rojo de su traje, se añadía la rojez de
sus mejillas. El veterano había corrido como un desesperado confiando alcanzar
al viajero a la mitad del camino; pero, sin contar con que salió del palacio
diez minutos después que el forastero, se lo impidió el paso de los cebúes, que
recorrieron aquel trayecto al galope.
-Su Honor -dijo,- estaba en el jardín cuando le entregué la
carta y la tarjeta. En seguida me envió a buscar a Su Gracia para entregarle
esta carta.
Al decir esto presentó al viajero un sobre del cual sacó aquél
un cuadrilátero de cartulina Bristol en el que a continuación del nombre había
unas cuantas líneas manuscritas. «Sir Jorge Lawson expresa al señor duque de
Marana y Cueva su sentimiento por no haberle podido recibir y le ruega le honre
viniendo a comer esta noche a su casa. Nada de ceremonias entre un viajero y un
diplomático medio salvaje.»
-¿A qué hora comen en casa de Su Honor? -preguntó el viajero
cuyo nombre conocemos ya.
-Cuando Su Gracia quiera. Dentro de poco llegará el
palanquín.
-Pero, por lo menos, tendré tiempo de cambiar de ropa.
-Su Honor me mandó decir a Su Gracia que no se preocupe por el
traje.
-Bien; pero, si puede uno presentarse como es debido...
El veterano calló, había cumplido su misión; lo demás no era
cuenta suya.
-Váyase -dijo el duque al ver que no había medio de sacarle una
palabra más,- dentro de diez minutos estaré arreglado.
En realidad fueron quince minutos, pero todos los necesitó,
porque los recios zapatos de cuero desaparecieron para ser substituidos por las
botas negras, y la camisa de lana y el pañuelo de seda dejaron el puesto a una
camisa de batista y a una corbata blanca. Para que no le tildasen de exagerado,
conservó su traje gris, convenientemente cepillado ya, y renunció al frac negro,
que no faltaba, por cierto, en su equipaje.